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Poema mexicano
Antonio Santos
Ediciones Acapulco,
México, 2013


Por Luisa Manero Serna
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No. 99 / Mayo 2017



¿Será, acaso, que el Día de Muertos tiene un influjo tan poderoso, que se extiende a todos los días del año y desde su día único nos define? ¿Habrá ocurrido por una transmutación del tzompantli de hueso en un tzompantli de sueño colectivo? O fue, tal vez, porque cuando el primer aventurero europeo llegó al territorio, decidió que a los mexicanos nos gustaba la fiesta y la muerte, y de pronto nos gustó la idea. No sé qué tan cierto sea que la “mexicaneidad” goce de bailar con los muertos, pero cierto o no, artificial u orgánico, discurso exotista o voluntad de hacernos de alguna identidad compartida, las calacas se han encargado de inundar nuestro imaginario.

Dejemos por un momento la noción de lo mexicano. La muerte, presencia permanente en sueño, miedo, deseo, pensamiento y destino de todos, lleva a los artistas a querer delinear su sombra con colores, movimientos o palabras. Hay ocasiones en que los poetas quieren que los textos lloren, se arranquen los cabellos, o se retraigan en la somnolencia impuesta por el duelo: quieren escribir cosas tristes. Pero también llega la ocasión en que la gente desea emborracharse, jugar y coger en nombre de la muerte, invocándola en un rito de inversiones. Y por razones misteriosas, que atañen a los antropólogos, historiadores y sociólogos, cuando el poeta se siente arrastrado por el deseo de una experiencia alegre y placentera frente a la muerte, dice: “Escribiré un poema mexicano”.

Antonio Santos ha muerto. Murió el sábado primero de octubre de 2016. Según sus propias palabras, gracias a que no murió en octubre de 2012, su poema sobre la muerte —la propia, la ajena, la que mantienes cerquita una noche y la que quieres alejar a patadas al día siguiente— pudo transmutar de sueño a imagen y palabra. Su Poema mexicano, transformado en un libro hermoso por arte de Ediciones Acapulco, se conforma de seis partes escritas y siete xilografías. Cada uno de sus elementos contiene el desequilibrio fundamental entre aquello que germina y vive y eso otro que, en realidad, no sabemos ni qué es: el ser materia amontonada que ya no respira. Digo desequilibrio, porque el dominio del segundo es irrefutable: somos la canica que se desliza lentamente, en un instante de años, a lo largo de la balanza inclinada por el peso de la muerte. Nuestra vida es fruto de esa tensión injusta de fuerzas desiguales. Cada poema e imagen es un pequeño mundo que representa esta tensión. Los elementos de vida presentes en ellos son múltiples, pues los conocemos bien: el fruto, la flor, el niño, el pájaro, las ganas de escribir. La muerte, en cambio, es una sóla: calavera, pues su materia es lo único que conocemos de ella. Puesto que el impulso ya mencionado es el de la risa, la alegría y el placer, se cristaliza en baile, seducción y sexo la lucha ya perdida y la interacción de sus fuerzas. En el acto sexual, enfrentamiento placentero, se penetra a la muerte (al ser hombre el poeta, claro, el “otro misterioso” tiene vagina):



Luego se quitó la ropa
y me mostró sus encantos
Eran doscientos cincuenta y seis
—no me pude resistir—
 y le hice el amor.

Luego cogimos,
follamos y
jodimos
hasta que yo le dije: ¡Basta!
que hasta de eso uno se cansa.




Hay otra muerte contemplada por el poeta. Una muerte que se vive. Y que no es la “pequeña muerte” del orgasmo. Es la de la impermanencia. El instante que muere se lleva con él a la persona que vivió en la cárcel de sus límites. Todo momento es una pérdida y un duelo. Esto ocurre en el mundo de las cosas, pero también en el mar de los pensamientos: ellos se matan entre sí o se suicidan, se nos mueren y nacen y renacen y remueren frente a nosotros. Nos quedamos sobrecogidos mirándolos, aterrados, en su baile frenético. Esta vivencia es rescatada por la parte II del poema:



Estoy muerto.
El que veis pasear
no soy yo,
es mi espectro
recorriendo los lugares
inciertos del recuerdo
y la nostalgia.
¡No hay manera!
¡No hay manera!
Se lo he dicho mil veces
y no quiere estarse quieto.



Yo no estoy segura de si es verdad que los textos hablan con otros textos. Si imaginamos por el momento que sí, diría que el poema se comunica por telégrafo, sólo en sus momentos solemnes, con los nocturnos de Villaurrutia. Pero Poema mexicano, antes que nada, platica frente a frente con las calaveritas: es su hijo bastardo, y heredó de ellas el tono, las formas, los motivos y el sentido del humor. Como pariente de esta familia de poemas, comparte algo que vale la pena ser reiterado: el amor al juego, la palabra puesta al servicio del acto vital de jugar con la muerte. En el poema, entonces, la copresencia del germen y el cadáver no cae sobre las palabras con todo su peso existencial: flota, flota como los cascabeles de la sonrisa y los pasos ágiles del baile. Construye con una nube de versos ligeros, hechos del aire que, cuando entra a los pulmones, nos lleva a decir: “Ah, aquí sigo vivo”.

Leemos el respiro que dio Antonio Santos cuando recordó que vivía, respiro que, ahora que el hombre ha muerto, transita por nuestro recuerdo impermanente.


Si muriera ahora,
se quedarían sin pintar
los mundos que imagino,
los que no conozco todavía.
[…]
Pero todo eso, claro,
si me muriera ahora.
Son las nueve y media
del miércoles 24 de octubre de 2012.
No parece que vaya a suceder.