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Versos para después
Guillermo Briseño
UNAM/UIA-Puebla/Causa Ciudadana,
México, 2002


Por Francisco Segovia
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No. 99 / Mayo 2017



Versos para después es el segundo libro de poemas de Guillermo Briseño. Muy bien, pero ¿para después de qué? ¿De leer aquellos Versos para beber (y también el vaso) que hicieron su primer libro de poemas? El título recuerda aquel otro de Cuentos para después de hacer el amor, de Marco Tulio Aguilera, pero no creo que el asunto vaya por ese lado sino que alude, en efecto, a lo que viene después del primer libro —o antes, pues con Briseño nunca se sabe dónde empiezan los comienzos. En cualquier caso, todo indica que este último libro es de algún modo el tintero del otro, que contiene —por así decir— lo que el otro se dejó a medias olvidado —a medias reconocido aquí como sustrato o premonición... No me atrevo a afirmar que este libro sea de veras anterior al otro, pero lo parece: es más breve que aquél y, aunque a ratos tira más alto, en conjunto es más desparpajado que el anterior. El caso es que en muchos lances viene como envalentonado y a veces va más lejos que su predecesor, atreviéndose a ciertas cosas muy serias, y otras muy locas, que tal vez a Briseño le parecieron demasiado extremas para un primer libro... No lo sé. Ya nos dirá él mismo si este segundo libro es de veras segundo o si ambos libros son uno el tintero del otro.

Sea como sea, no creo que haya dudas sobre el fuerte parentesco de estos dos libros —que es más, mucho más que un mero aire de familia. Basta mirar sus títulos: ambos son Versos para..., lo cual vale tanto como una declaración de principios rara en estos días en este país... Son los versos de un pragmático... Pero si digo que son pragmáticos sus versos ¿cómo puedo al mismo tiempo estar diciendo que van fiados a ciertas cosas locas, y que con Briseño no puede nunca saberse dónde comienza el empiezo? La respuesta en realidad es simple, aunque tenga cara de aporía: todos estos versos son para porque vienen de, van hacia y son, una experiencia. Sólo que en este caso la humildad del poeta les impide lanzarse por principio de cuentas a darnos consejos sobre la vida —quiero decir, sobre la vida en general. No, ellos se limitan a exclamar, a veces con tristeza pero casi siempre con júbilo: ¡Ey, hay vida! Y eso, que parece tan evidente —que es tan evidente que a menudo lo olvidamos—, es sin duda un buen principio, una manera de poner las cartas sobre la mesa, de declarar las premisas. Así lo hacía el pragmático “Manual del propietario” del Studebecker ’57: comenzaba por decir que tenía uno en las manos las llaves de un coche, el que acababa de comprar. O sea: comenzaba por decir: hay un coche; reconózcalo, y sólo después continúe leyendo. Luego decía: meta la llave en el switch de su coche, etcétera... El manual de Briseño dice algo parecido en su simplicidad: hay vida, reconózcalo, y después siga leyendo... aunque sea otros libros —aunque tengan que ser otros libros, porque estos dos están simplemente dedicados a ayudarlo a usted a reconocer que hay vida. Poca cosa, me dirá usted, pero ya verá qué emocionante. Ahora pise el acelerador...

Es quizá este sucinto pragmatismo lo que hace tan parcos los libros de Briseño. El mundo que en ellos aparece está atiborrado de cosas, pero es en definitiva pequeño. Carlos Montemayor dijo que Versos para beber era como un mercado. Sí, en aquel libro, como en éste, todo está a la mano, tan juntas unas cosas de otras que casi no se distinguen. Un mundo indiferenciado, de antes del comienzo, de cuando la práctica se valía por sí misma sin tener que ser razón (razón práctica); un mundo de muy antes, de antes de ese momento en que Empédocles dijo que antes, muy antes, había sido doncella y había sido pez. Como Briseño, que pregunta:

¿Recuerdas cuando éramos cebollas?
¿Recuerdas cuando éramos duraznos?

En estos dos versos suenan otra vez los aires que sonaban ya en su primer libro: la metafísica “genesíaca” de Gorostiza, el “infantilismo” surrealista de Vallejo; dos formas encontradas de plantearse las preguntas esenciales con inocencia. Y digo “encontradas” en sus dos acepciones: la de ‘contrapuestas’ y la de ‘halladas’, recobradas, como un tesoro que estaba oculto. Pero lo que me importa es que esas preguntas estén hechas con inocencia —o cuando menos, como en el caso de Briseño, con ingenuidad (para empezar, hay un coche)—, porque veo en ello el indicio de que se está en los comienzos, por más que estos comienzos sean industriales, de cuando el blues y el jazz y todo lo demás. ¿O no es verdad que, siendo modernos, el blues y el jazz están en los comienzos (el blues quizá más que el jazz)? ¿Y no es verdad también que hay algo en común entre “el modo” de Vallejo y el del blues? Quizá Briseño no sea sino un cruce de estos dos modos que son uno. Briseño lo dice así:

Tellthetruth
llora Ray Charles
a Maggie Hendricks
que igual que azalea roja
deja salir algo de azul
por su corola
La ventana sorprendida
me pregunta
por qué escribo
a la hora de cantar
Escuchemos a la flor
Tell the truth
cadaquiensabrá

Esto es una poética: "Di la verdad", dice Briseño que dice Ray Charles llorando, acaso porque las verdades “se lloran” más que se dicen; y ella, Maggie Hendricks, una azalea roja, reconoce en ese llanto el tono en que suena esa verdad que le pide Ray Charles y que ella, en realidad, ya no tiene que “decir”, pues oyéndola, la toca; oyéndola, le brota algo azul: un blues. Esta manera de “vibrar por simpatía” no está lejos, claro, del precepto que nos aconseja ser Uno con el Todo —según pedían los griegos— o “vibrar con el universo” —como querían los hippies—, y quizá por eso sobreviene de inmediato la crítica de la ventana: “¡Ey, óyeme! ¿Estás hablando de música, de poesía, o de qué diablos? ¿Vas a escribir o vas a cantar?”... Y ésa es, claro, la cuestión para este músico-poeta (tan distinto del otro, del famoso, todo hay que decirlo); y es la cuestión porque las musas son celosas y no toleran fácilmente que un entenado suyo tenga queveres con más de una. O la música, o la poesía... Pero Briseño tiene bien pensada su coartada: “Escuchemos a la flor” —dice— como quien deposita su fe en la inocencia del universo, dispuesto a vibrar con él y, de paso, sacarse de encima la tremenda disyuntiva. Lo que no dice claro (por más que diga “Tellthetruth” no dice “thewholetruth”); lo que no dice es si la flor canta o recita... Ah, eso cada quien lo sabrá...

He dicho que esto es una coartada, y no una verdadera respuesta. Por eso es también un límite, el acantilado donde el poeta Briseño se queda inmóvil, sin decidirse de veras a caer o a volar. Es como si la crítica de la ventana hubiera hecho mella en él, lo hubiese vuelto circunspecto, y ahora se cuidara las espaldas. Y parece aconsejarnos que hagamos lo mismo, cada quien por cuenta propia. Pero ¿qué clase de “verdad” es ésa que ahora depende del modo en que cada quien se rasque con sus propias uñas? Abandonamos aquí el mundo infantil y juguetón, el adorable desorden que reina en la mayoría de sus poemas, y vislumbramos allá, en la lejanía, un mundo mucho más serio. Un mundo que, por cierto, no se nos entrega en estos Versos para..., ni en los otros; y no por falta de generosidad sino porque para alcanzar ese mundo no basta con estirar la mano. Lo que se vislumbra en la lejanía es el mundo de las maduraciones y el esfuerzo; un mundo agrícola y adulto, donde las palabras no brotan ya por simpatía sino que se pronuncian muy despacio y trabajosa, trabajadamente, con la meditada (mediata) intención de que su pronunciación —no su mera escucha— las libere, las redima. Digo que Briseño sólo de lejos nos deja entrever ese mundo de palabras condenadas porque lo que a él de veras lo mueve es el paraíso; un paraíso imperfecto y hasta doloroso, si se quiere, pero paraíso al fin y al cabo, donde las cosas y los hombres son solidarios unos de otros de por sí, inocentemente, sin que medie entre ellos nada ajeno, nada que no estuviera ya ahí desde el principio; un paraíso sin creaciones ulteriores, donde lo que hay que decir se dice “por simpatía”, vibrando al unísono con la verdad, pero sin palabras nuevas, sin más voluntad que la de desenterrar el tesoro oculto, la de revelarlo.

Quizá esto explique a su modo de dónde saca Briseño su solidaridad con el universo y logre dar cuenta de esa como esperanza que es esperanza sin razón, sin imagen del mundo (quiero decir, sin imagen construida, con sus ladrillos y su cascajo, obra de allá lejos, de fuera del paraíso); y quizá esto ayude también a comprender el adorable desorden de los Versos para..., esa especie de desfachatez de la esperanza. Porque es quizá de ahí mismo (de la esperanza, del desorden, de la esperanza en el desorden, pero sobre todo del desorden en la esperanza); es de ahí quizá, digo, de donde viene el amplio desfogue de esa consciencia que se fía por entero a una escritura que (como el surrealismo o la “escritura automática”) le toma el dictado a la voz prístina y anónima del cosmos para registrarlo en versos inocentes, infantiles —versos de in-fans, de alguien que no habla, o que aún no habla la lengua de los adultos, ésa que la propia edad ha corrompido. Ésa es la voz que toma Briseño para decirnos, a fin de cuentas, que un mundo que es hechura, que es obra nuestra, no puede ser de verdad un paraíso, porque los paraísos se hallan, se descubren o se desentierran (como los tesoros), pero no se construyen; que fabricar un paraíso es falsearlo, copiarlo, corromperlo... Por eso el tesoro de sus versos no es fruto de un trabajo sino de la gracia: su arte es un don. Así lo han querido las musas... que lo han querido. Y él responde en forma: es optimista y juguetón, esperanzado y alegre. Sus poemas celebran haber crecido —ya que no en brazos de los dioses, como Hölderlin— en brazos de sus musas. Y eso es ya bastante milagroso. Si no me creen, abran alguno de sus libros: verán qué emocionante es el hecho simple de exclamar: ¡Hay vida! Y quizá luego ustedes también, ya por cuenta y riesgo propios, pisen a fondo el acelerador....