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Deche bitoope /
El dorso del cangrejo
Natalia Toledo
Almadía,
México, 2016.

Por Mariela Castañeda
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No. 94 / Noviembre 2016



No existe mezcla homogénea. Al menos no culturalmente hablando, cuando dos mundos, entiéndase, dos lenguas cruzan camino, se crea una tensión continua, un deslizamiento lleno de la fricción propia de lo que está vivo y vibra al hallar a un semejante. Esta fricción, cuando es eliminada, ya sea por motivos políticos, estéticos, o de otra naturaleza, produce un algo llano, sin relieve y sin mayor interés para ninguno de los dos lados, las dos orillas que son dichas lenguas.

En Deche bitoope / El dorso del cangrejo, poemario de Natalia Toledo, esta tensión construye —más allá de toda estampa o imagen del sincretismo domado al que tanto nos han acostumbrado— nuevas imágenes, la voz lírica enuncia sin ninguna intención de volver liso lo que maravilla en su textura de choque.

Los elementos están ahí como incluso lo ha indicado la autora—, los animales, los ritos, los mitos de Juchitán, y, sin embargo, mediante esta mirada de dos aguas logra, ver, en un inicio y, luego, mostrar la cara oculta de esos mismos lugares:

Silenció el guanacastle
sus sonajas y mi sombra viven muriendo bajo una nube glauca.
Me enrollé con el bejuco lamoso de mi raíz
y asfixié todo lo que allí cantaba.
Como recogen la masa en el molino,
así recojo el maíz de mi soledad resquebrajada.
Soy un zanate carbonero,
vivo de la corteza desprendida,
ya no siembro con la boca.
Las canciones que graznaba,
elegías de agua en la palma de mi mano:
la tristeza es una joven desdentada.

A lo largo del poemario, Toledo salta de un imaginario al otro tejiendo desde la experiencia ambas lenguas. Es el cuerpo donde generalmente se da este habitar doble: lo erótico es donde quizás este procedimiento escritural halla su territorio más fértil. El cuerpo y el deseo son motivos de un nuevo cruce, lo subjetivo de la experiencia y lo objetivo de la convivencia con lo natural. Siguiendo esta línea encontramos todo el simbolismo que rodea a los animales, como espejo de ciertas actitudes o mañas humanas, pero que, al mismo tiempo no solo cumplen esta función si no que Toledo usa para construir imágenes evocativas, llenas de textura, como en el poema “Lagartera”:

Vivo con él,
tiene el sexo con hendiduras de barro seco.
Sumerjo mi lengua húmeda
se retuerce, me muerde todo el tiempo,
lo abrazo con mis tenazas,
nos gusta el fango.
Al amanecer yo tengo una flor en la boca de mi cuello,
él tiene costras en la espalda.

Quizás, lo que más me parece interesante de esta obra de Toledo es como siempre se sitúa en esa franja de contraste, lo que genera una lectura en los mejores momentos desterritorializada. Es decir, uno no pasa de largo todos esos objetos, seres o lugares que, de ser la escritura homogeneizante, lo haría, como quien mira una estampa costumbrista y pasa por alto los detalles. La imagen generada, como mencionaba antes, se muestra nueva ante el lector, uno avanza lento, saboreando cada una, sujeto y suspendido por esa tensión fértil, de quien genuinamente sabe vivir entre dos aguas.