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Liquidámbar
Carmen Villoro 
Mantis Editores, 
México, 2017.

Por Karla Sandomingo
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No. 102 / Septiembre 2017



A mí me gustan los viveros. Visitar viveros es una costumbre que tengo desde hace casi treinta años, el gusto por las plantas. Las casas en las que he vivido estuvieron llenas de ellas. Cada mudanza la he hecho con todo y plantas. Mi familia y mis amigos —sobre todo quienes me conocen desde hace más de dos décadas— no me dejarán mentir cuando digo que me gustan, que me gustan mucho. Varios de los presentes, amantes de las plantas y viveros, sabrán que lo que me pasó es realmente un llamado: El fin de semana, caminando por un vivero en un pueblo mágico, me acerqué a ver un árbol que me llamó la atención, pregunté por el precio aunque no pudiera llevármelo a Guadalajara y pregunté también por el nombre: liquidámbar.

Quedé boquiabierta. Nunca había escuchado hablar de él. Nunca. Hasta ahora con el libro de Carmen, sin saber 
de todos modos que hablaba de un árbol. No tengo dos semanas visitando viveros ni preguntando por plantas, sino veinte años y no había escuchado liquidámbar en ninguno. Antier me decía Carmen: "Se está manifestando", sin saber que se me había manifestado. Don Luis se manifiesta. Entonces, después del fin de semana pasado, regreso al libro y encuentro otra imagen muy distinta, otra lectura de la que había hecho durante meses: el primer poema de Liquidámbar está solo, sin apartado, como un árbol que aparece en medio de todo. Liquidámbar. Un árbol. "Entre todos los árboles / hay uno que me importa", dice Carmen. "No quiero que se muera". 

Conozco bien este libro, lo conozco desde antes de que fuera concebido siquiera. Aún no se gestaba y yo fui tocada por su génesis en el corazón de Carmen. Cómo hablar de un libro que vive, que se aparece entre nosotros como si fuera alguien.

Y es que no es un libro, estoy segura, es un canto que vibra cada vez que volteo a verlo, cada vez que me acuerdo de él, cada vez que lo menciono. Este libro se manifiesta, este libro es un amor completo. Y es poesía. Porque yo entro al libro como se entra a la montaña. Me encuentro primero un árbol, Liquidámbar, y "vine a la montaña / a pisar la tierra que pisaste", y entonces entro al libro como se entra a la montaña a pisar la tierra que pisaste, Carmen. Veo a una mujer, a mi costado, que se dobla para recoger la tierra y besarla como se besa a un padre. Su padre es el padre de todos. Crece hacia su origen. Crece el padre y crece la semilla y crece el libro, y las palabras. Carmen crece.

Árbol es un padre y es un árbol. Este desdoblamiento vuelve el libro en un canto a dos voces. Todo lo que se dice aquí es árbol y es padre. Pero es un libro con varios cantos a varias voces. Uno abre el libro, se abre una montaña y después, inmediatamente, una voz:

Re-signa-ción
re-signo
otro signo al dolor
otro color:
del rojo oscuro
al ámbar.

Liquidámbar.


Otro signo, además de éste. Y comienza a invocar al Liquidámbar, le solicita convierta al padre en lo sagrado, que es lo sublime.

Que a ella le dé la resina necesaria. Pero le suplica al padre que sea padre. Porque Liquidámbar es árbol que está siendo padre y está el padre que está siendo árbol.

Está en la montaña la mujer que tengo a mi costado y se encuentra con cientos de ojos que habían mirado al Padre. Así que este libro tiene a mucha gente, tiene la voz de la súplica, el rezo, y tiene la voz del viaje hacia el interior del corazón de hombres, mujeres y niños —"los sinrostro, cientos de ellos / desplegados ante mí / como un oleaje"— que también han perdido algo.

Entra a nosotros también la imagen del dolor, de lo ineludible, de lo profundo, de la pérdida, pero cada vez hay una súplica que se repite desdoblada, cada vez la misma muy distinta, que cava dentro del oído, que se encaja, duele y tranquiliza, como una letanía con una oración intermedia que une los pedazos. Una oración que separa los poemas como se separó en dos el mar, el mar separado por los hermanos que contenían la historia con sus cuerpos:

para que no se desbordara
sobre el camino abierto
para que no nos revolcaran
sus mareas revueltas
y pudiéramos pasar
hasta su territorio libre zapatista
hasta su mesa
hasta el centro del mundo
donde no existe el tiempo
y la esperanza es una orquídea.

Donde la esperanza es una orquídea, donde no existe el tiempo, hasta el centro del mundo, ahí está el padre, en el territorio libre zapatista. Este es otro canto. Es una orquídea que pulsa, y pulsa. Es el canto de los hombres, las mujeres, los niños que cubrieron la piel de Carmen en el Sur. Los hombres, mujeres y niños coloridos que cubrieron la piel de la poesía.

Y en el centro de la poesía está el Árbol. Le llaman Liquidámbar. Uno pensaría que es el nombre que le da la poeta al árbol, ámbar líquido, nombre poético, y no el árbol que cura con los aceites medicinales de sus ríos. Tiene doble nombre. Liquidámbar, el verdadero y Liquidámbar, el de la poesía que es el mismo que el científico. Es el verdadero padre y el de todos, con sus elementos químicos, los ensueños biodegradables del poema, con el padre de cada uno, con el mío, con el de Carmen sobretodo. Es el padre universal, la pérdida de todos, el dolor que todos conocemos. Se presenta Liquidámbar en medio del poema, en medio de las páginas y la luz estalla porque es imponente el árbol padre que está entre nosotros y que nos conmueve. Luz líquida en las córneas.

Solos. Estamos solos. Porque como ella dice: Sólo sin su árbol, al fruto no le queda más remedio que ser árbol.

Yo estoy de pie. Estoy humanamente de pie ante estos tegumentos de palabras, esporas, resinas, y estoy espiritualmente de pie ante el señor de los consuelos a quien Carmen le pide la joya de la resignación.

Las palabras en este libro se repiten, las mismas, los versos, los poemas, y van creciendo, se van convirtiendo en otra palabra, otro verso, otro poema; es un canto en el impulso de escucharlas.

Y a mitad del libro, “Manto de humo” llega, el siguiente apartado en el que las palabras caen a la oscuridad. "Yo también estoy muerta", dice. Es aquí donde el padre deja de ser árbol y es el padre. Es aquí donde las explicaciones aparecen con diccionarios e intentan detener el dolor, pero el dolor es el dolor. Aquí es donde está la casa, los muebles y los cuadros, y la ausencia. El padre por dentro, con sus órganos, el padre por fuera, con sus risas, los recuerdos. El padre de verdad, el que se pierde. Luego la página 60, con el verdadero padre y la verdadera hija. El amor. El amoroso destino de ser hija de ese padre que nos hace, y al que le devolvemos la repetición del dolor, el miedo, la oscuridad, como una súplica, sin el "ruega por nosotros" pero ruega por nosotros. La hija ante el padre que ha perdido.

El apartado “Gotas de ámbar” es un descanso. Gotitas que nos distraen de ese agujero negro que es el poema cuando toca el fondo de nuestros propios ojos atónitos ante la lectura, que toca nuestro pecho y se hunde todo el libro ahí hasta encontrarnos. Estas son gotas como instantes luminosos del recuerdo que todo salva, como frutos que perduran. Sin el árbol.

Y “Miedo”, el apartado como un cuento, como una historia o decires de los otros, como querer dejar en otra parte, en la ficción, en la boca del otro, en la narración que pone en duda la realidad, la realidad. Poner la realidad en la boca de los otros mientras la pronunciamos para que deje de ser siquiera una posibilidad.

El miedo que anuncia "la aurora más sombría". El miedo a la muerte que llega. La muerte que llega.

Qué difícil hablar de esto, qué difícil hablar de un libro que habla de la muerte y lo hace de forma luminosa, vibrante, como una voz grave que es triste pero de todos modos canta, pero que tiene ejércitos también, belfos, músculo encendido, zanjas hondas, y todo esto que conocen no los viejos, sino también las aves, la muerte misma, los niños, los roedores. Ni siquiera puedo citar estos poemas. No puedo repetirlos. Si yo repitiera alguno de los versos se llevarían todo, las nubes ella lo dice, las praderas, los pliegues, los cuentos, las vidas. Lo saben los roedores. Lo dice Carmen. Y Carmen se atreve yo no a enfrentarse a esto de lo que hablan los hombres, las viejas, las aves, los roedores y le suplica, "no me devastes". Pero esto de lo que hablan todos para no quedarse con eso como propio, llega. Esto llega. Y destroza lo de afuera y lo de adentro, los libros, la cocina, "el patio herido", las páginas descoyuntadas, Carmen lo dice, los diálogos, las ideas. Es la devastación. Llega y no solo de aquel paisaje, de la calle, sino del libro. El libro se convierte en devastación, las páginas vuelan ante nosotros con silencios, sin personas, porque nadie sale de sus casas ni del libro; estamos vacíos entre escombros, aquí en las páginas. Es la muerte, dijeron los niños, dijo Carmen, dijo Carmen niña, y dijo Carmen poeta. Y dicen los vecinos. Y dicen todos. Este libro es todos nosotros diciendo. Este libro es su padre y es su árbol. Y es su muerte y la nuestra. Todos somos ese padre y esa hija. Todos somos todos los hombres del mundo. Todos Salimos de Etiopía.

Todos somos esos hombres que han llegado hasta aquí en este último apartado, mientras lo leemos. Todos vamos hacia donde van los hombres que permanecen vivos aunque nosotros estemos muertos. Vamos vivos en ellos. Hacia allá.

Está un árbol entre nosotros y el primer hombre en el mundo, entre nosotros. Estuvo entre nosotros y sigue aquí. Se manifestó en un vivero el fin de semana pasado en un árbol liquidámbar, en otro vivero en Coyoacán y sabrá Dios en cuántos viveros más. En cuántos corazones. Se manifestó hace tres años en "Rastros y rostros", apagó la luz, duplicó su voz en la grabación que se transmitió aquella noche. Se ha manifestado estos meses, estos días; él se manifiesta. La poesía se manifiesta. La poesía nos hermana y nos une. Aquí. Se manifestó en este libro Liquidámbar.

Todos queremos la cura con los aceites minerales de sus ríos. Todos queremos saber escuchar nuestro canto doloroso en el pecho y poder llevarlo hacia afuera con una partitura como la de este poema largo, majestuoso, dolido, luminoso, profundo, y querríamos que se escuchara como éste. Hay un corazón aquí presente que lo hizo. Es un canto que nos cobija y nos duele y nos habla de nosotros mismos. Queremos saber decir y cantar lo que Carmen Villoro dice y canta. Si no lo logramos, ya existe. Liquidámbar. Tenemos la cura con los aceites medicinales de sus ríos. Tenemos a Carmen que canta por nosotros. Tenemos Liquidámbar.


11 de agosto de 2017
Exconvento del Carmen