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Pequeño bestiario ígeno
Roxana Elvridge-Thomas
Parentalia,
México, 2016.

Por José Manuel Recillas
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No. 98 / Abril 2017





Los siglos XVII y XVIII nos siguen llamando poderosamente, por todo lo que de ellos hemos heredado y de los cuales somos hijos. Las leyes que rigen el uso de los acordes, qué cuerdas se pueden usar y qué instrumentos se pueden tocar se deslizó en toda la sociedad de aquellos días, como las partes de una intrincada y mágica máquina.

La gente de la época estaba obsesionada con la interacción del engranaje y la rueda, las leyes del movimiento y la gravedad, y la comprensión de la dimensión del tiempo en sí. No es de extrañar que fuese un período que vio grandes avances en la manufactura de relojes. Al escuchar la música de este período se puede oír el tictac de los relojes, el zumbido perfectamente calibrado y el giro de los dientes, el giro de las ruedas y el de los péndulos.

Lo más sorprendente de esta era de la invención es cómo la velocidad estimulante de la investigación científica se reflejó en el constante experimento e innovación en la música. En los cien años entre 1650 y 1750, la música no había sido sometida a semejante actualización masiva. Hoy en día la música incluye instrumentos de todas las formas, tamaños y tipos, la orquesta creció a partir de sólo un formato diminuto, hasta llegar a la orquesta sinfónica de nuestros días.

A finales del siglo XVII, una parte crucial del kit de herramientas musicales fue puesta en marcha. El compositor que introdujo por primera vez muchas de las innovaciones que Vivaldi, Bach y Handel construyeron, algo que ahora damos por sentado, fue Arcangelo Corelli. Corelli fue el primer virtuoso del violín y construyó sobre su amor al violín una idea que despegó espectacularmente.

Antes de Corelli, y de su orquesta, los instrumentos tocaban melodías breves y sin contrastes entre ellas, casi siempre al unísono. Reunió instrumentos de cuerda en grupos y creó para ellos una nueva forma, el concerto, en el que un pequeño grupo de músicos alterna con un grupo más grande, e impactó al contrastar pasajes fuertes y suaves, como la yuxtaposición de la luz y la sombra, el chiaroscuro, en la pintura. La innovación de Corelli se llamó el concerto grosso, y en él exploró el contraste entre un pequeño grupo, sólo dos violines y un violonchelo, llamado concertino, y un grupo más grande de todos los demás llamado el ripieno, literalmente, el relleno. Un joven admirador veneciano de Corelli iba a hacer que el concierto fuera tan famoso como la pizza. Su nombre era Antonio Vivaldi.

Vivaldi tomó al gran grupo, la idea de grupo un paso más allá, enfrentando un carismático violín solo contra todo el conjunto. El concierto para solista anunció su llegada al escenario musical, con un conjunto de piezas que serían, en el siglo XX, merecidamente omnipresentes. Los conciertos de Vivaldi introdujeron un sentido de dramatismo y virtuosismo que literalmente quitó el aliento a sus contemporáneos. Lo que hace la música de Vivaldi tan estimulante es su sentido del impulso hacia adelante.

Cómo se logró esto fue en sí mismo un salto gigantesco hacia adelante. Todo estaba en el movimiento de los acordes, y es una de las cosas más curiosas en toda la música. Lo que sea que se esté tocando, tocar un acorde después de otro en una sucesión al azar no es realmente atractivo. Entonces, ¿cómo decidir que los acordes de cuerda en patrones no suenen como balbuceo aleatorio?

En el siglo XVII, experimentando con cadenas de ciertos acordes en una secuencia, los compositores tropezaron con un concepto que los estudiantes de música llaman progresión armónica, pero podrían simplemente haberlo descrito fácilmente como gravedad musical.

Las leyes que gobernaban la gravedad real habían sido formuladas a finales del siglo XVII por Sir Isaac Newton. Así como reveló el funcionamiento interno del universo, también los músicos, al mismo tiempo, elaboraron la gravedad interior de la música.

El arte todo de la época refleja la sorpresa y fascinación que ese tic tac de los relojes deparaban al lego y al especialista, y se puede ver por todas partes. El chiaroscuro de la pintura, las oposiciones semánticas y sonoras en la poesía, las alternancias de pasajes brillantes y tranquilos, de tonalidades mayores y menores, son el asombroso eco de ese tic tac que aún hoy nos fascina.

Y aunque el título Pequeño bestiario ígneo de Roxana Elvridge-Thomas remite al medievo, el aire que respira es totalmente el de estos siglos fascinantes, que llamamos barroco. Lo es por su deseo firme de adentrarse en ese espíritu colector de contrastes, de ritmos fascinantes y apabullantes, por establecer contrastantes cambios de ritmo y de respiración que recuerdan, indudablemente, a Corelli y a Vivaldi, en su alternar la luz y sombra, lo concreto y lo fantástico, en un orbe ordenado de sílabas y ritmos que hoy casi todos los poetas han abandonado.

El dominio técnico de Roxana en su escritura no tiene paralelo entre nosotros, "Cólera dormida, retráctil alfabeto en llamas", refleja esa maestría barroca del chiaroscuro, esos atacca vivaldianos palpitantes que lo elevaron a ser el compositor más brillante de esos siglos, hasta que la aparición de Bach y Handel llevaron al olvido y a la ruina al veneciano, a quien parece remitir cuando señala "su belleza paraliza", esa asombrosa y penetrante apnea que en I Quattro Stagioni Vivaldi armoniza admirablemente.

Una y otra vez Roxana nos recuerda esa asombrosa fascinación zigzagueante del tic tac, de los Largo-Allegro-Andante-Presto de los Concerti Grossi Corellianos, como cuando escribe.

Arde con el cuerno, en su sangre el ánimo de guerra que agita los destellos de su estancia.

Los rizos son rescoldos –lejana ofrenda a quien aporta,

en donde las disonancias en las consonantes contrastan vivamente en este constante juego entre lo oscuro y lo brillante, entre el pasar de las vocales como por pasillos llenos de sombras y de luces, por una ergástula sonora que no parece hallar en ella posta alguna para el reposo.

El ciaroscuro está presente de muchas formas, siempre lúdicas y fascinantes, como el pasar de un indetenible péndulo, como lo testimonia la maestría en "Dragón" y su asombroso ritmo dactílico, como de marcha de las Battalias que Biber, Schmelzer y otros compositores barrocos usaban con maestría inigualable, un ritmo pulsado hoy en desuso por la respiración de los que ya no se asombran ante nada:

Draga con furia el acanto.
Duerme en la ira profunda que dora el repliegue al nombrarla.
Cientos de dracmas son catre de fuego, al pie de dramáticos dragos que expanden su sombra al cuadrúpedo errante y derraman certeros la rabia en el árido aliento del sol.

Como Vivaldi o Corelli, Roxana no se arredra en usarlo, una y otra vez, como un acorde de quintas, con insuperable maestría. Así, en "Serpientes", de nuevo aparece ese ritmo furioso e indetenible:

Corrupta la sangre se altera.
Viscosos enigmas circundan su cauce
y ahogan silbidos su anhelo.
Inflamado, el hombre muere.

El cambio de acento en el último verso es chiaroscuro en acción. Lo mismo encontramos en "Ciervo", donde podemos leer:

Arrobo que roba la paz al que atisba es fuga de bestia que es árbol en
llamas, que es río palpitante de anhelos.
Consume el veneno a quien mira, al lejano aliento deseado.
Enfermo, llagado, el pozo que añora ese oscuro bramido, calcina en su
flama la ausencia.

De nuevo, el chiaroscuro en toda su plenitud semántica: oscuro bramido, calcina en su flama la ausencia, nos lleva de un extremo a otro, de las sombras a la luz, de lo dolido a lo ausente, de lo vivo que aúlla a lo que ya no se puede ver, del fuego a la sombra.

El mismo virtuoso attaca de acentos se encuentra en "Caballo", con fines distintos, pero igualmente prodigiosos, cuando escribe:

Cabalga cortando el resuello.
Es ráfaga y ritmo de cascos esquivos que invade de chispas la estepa.
Lame esa crin las cimas del viento, enciende su frágil corriente de
almendras.
Inunda de aroma de sándalo el polvo que salta a su paso.

Imposible no pensar en el ritmo asombroso del tema con variaciones del segundo movimiento del cuarteto de cuerdas de Schubert, La muerte y la doncella, cumbre entre las cumbres, a las que Roxana se asoma con la soltura de quien procede de ese mundo de contrastes, de luces y sombras al que aún debemos tanto y que llamamos barroco.

El contraste está, por supuesto, por todas partes, sonando y resonando, desde el título mismo, que alude a ese deseo de hallar patrones, ritmos, contrastes, de ordenar al mundo a través de lo visible y lo imposible, de lo inmenso, un bestiario, esa compilación fantástica que antecede a los zoológicos y a los museos, a los tratados de preludios y fugas y al supremo Arte de la fuga de Bach, a las enciclopedias y a los tratados, a la cartografía de un mundo inaccesible que sólo está al alcance de la palabra, inaferrable, siempre sonora, que se contrasta con lo infinitesimal, con lo pequeño de su título, ardiendo en medio de ese alternar de lo fantástico y lo racional.

El Pequeño bestiario ígneo de Roxana Elvridge-Thomas es un catálogo de fuerzas imposibles, de ritmos y cadencias, un péndulo que viene y va, que altera el flujo de luz, formando contrastes brillantes y oscuros, el chiaroscuro que tanto fascinaba a aquellos hombres cultos del barroco igual que a los hombres y mujeres de a pie, y que recuerda a esa pequeña y virtuosa orquesta dell'Ospedale della Pietà conformada por pequeñas niñas huérfanas pero que hacían arder el atrio de aquel hospicio a cargo del Prete Rosso, que no por nada podría ser el espejo invertido de nuestra Pretessa Rossa, la admirable autora de este pequeño, enorme libro, que hoy saludo y celebro.