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Los hipopótamos de Pablo Escobar
Javier Moro Hernández
Deleátur,
Ciudad de México, 2016.

 
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No. 101 / Julio-Agosto 2017


Los hipopótamos de Pablo Escobar

1

Pienso en los hipopótamos de Pablo Escobar,
esa pareja de gordos y malolientes hipopótamos
que el capo de capos hizo traer
desde algún país de África
para mantenerlos en cautiverio
en su finca Nápoles,
allá por los rumbos de La Dorada, Caldas.

Hipopótamos negros y gordos.
Hipopótamos negros, gordos y espaciosos
que pensaban que el clima colombiano
les sentaba muy bien.

Hipopótamos negros que iban y venían
bajo las aguas mansas de algún río,
mientras su dueño se dedicaba a asesinar
a medio Colombia.

Pienso en los hipopótamos de Pablo Escobar
que navegan sumergidos bajo las aguas.
¿Recordarán a sus ancestros africanos?
¿Pensarán en faraones
y negros hutus y bantúes?
¿Soñarán con leones y elefantes,
con el sabor agrio de la sabana?
¿Con ríos más estrechos, con lodo sulfuroso?

2

Un buen día, después de que Pablo Escobar,
el capo de capos, murió y de que medio país había
sido desangrado, y cuando ya nadie se ocupaba
de ellos, abandonados en lo que era su hogar,
la hacienda Nápoles,
los hipopótamos dejaron la tranquilidad
de su río y se fueron a pasear, a conocer mundo.
Atravesaron ríos y montañas, pueblos, caseríos
y ciudades en busca de un nuevo rincón
donde guarecerse y vivir alejados de los humanos,
como sabios misántropos.
Siguieron una ruta desconocida.
Se escondieron bajo una sombra y descansaron
alejados de la vista humana.

Tal vez pensaban que nadie se acordaría de ellos.
Tal vez pensaban que nadie los iría a buscar:
su dueño había muerto abatido por las balas
del bloque de búsqueda en la azotea
de un barrio de clase media de Medellín.
¿Quién se iba a preocupar por ellos?
¿Quién los necesitaba?
Ellos no querían a nadie.

Eran felices.

Vivían solos y alejados.
Casi el paraíso.
Pero la raza humana no perdona.
Ni siquiera a los hipopótamos
de un capo asesinado.

Había que buscarlos, atraparlos y traerlos
de nueva cuenta a la hacienda abandonada,
dejarlos morir ahí, si fuera posible.

Y los buscaron, por agua y por tierra.
Se contrataron expertos cazadores,
Se armaron bloques de búsqueda,
Se recurrió a la ayuda de la cia y del fbi,
Se utilizaron fotos satelitales.
Se armó a los campesinos y a los pescadores:
los hipopótamos eran tan peligrosos
como su dueño, decían los noticiarios
de las diez de la noche.

Había que atraparlos, vivos o muertos.
Detenerlos y enjuiciarlos, interrogarlos
y preguntarles cuál era su situación migratoria,
cómo habían entrado al país,
qué papel jugaban
en los negocios
de su dueño.
Tal vez ellos sabían
de los tratos del capo
con políticos y militares,
tal vez ellos,
los hipopótamos negros y gordos,
conocían los secretos más sucios del país.

Había que cazarlos,
detenerlos,
interrogarlos,
torturarlos.

El primero de ellos cayó abatido en una redada
en los límites del río Cauca y el Magdalena:
se resistió al arresto, fue la versión oficial.
Estaba armado y era peligroso.

El segundo estuvo escondido, a salto de mata,
en pequeños riachuelos, en selvas y barrancas.
Pero lo encontraron.
Lo enfrentaron y lo eliminaron.
Tres tiros le dio la policía.
Murió defendiéndose, dijeron los oficiales.



Luz

Abrir los ojos era olvidar,
observar cómo la luz matutina
se colaba a través de las vigas de la casa,
y calentaba la piel como hormigas
que reconstruyen el camino.

La luz nos astillaba la lengua,
nos cegaba los labios.

La luz siempre me encontraba solo,
con el silencio flotando a mi alrededor.

Despertar era doloroso
pues intuía que la lluvia
dejaría de reconocerme
como uno de los suyos.

Despertar era doloroso
pues intuía que todo
se volvería ajeno, lejano.
Intuía que mis pasos
se perderían en el olvido.

Que todos los sonidos que me rodeaban:

el canto de los pájaros,
el ladrido de los perros,
el grito de las cigarras,
se volverían pasado.

Intuía que todo sonido era una pérdida,
que mis sueños dejarían de ser tierra y agua
para convertirse en explosiones,
en respuestas calladas.

Intuía que las palabras
ya no se cubrirían de hierbas.
Intuía las despedidas,
sabía que las palabras
pesaban,
lastimaban.

Despertar dolía,
pues mi cuerpo
se transformaba en mensaje,
en recuerdo.




Miedo

1

Vengo de un país en guerra,
donde la sangre fluye como ríos negros.
Una tierra asolada por el fuego,
por las ráfagas de las ametralladoras.

Vengo de un país cortado en pedacitos.

Un país sin nombre, adolorido, golpeado.
Un país ciego.

2

Voy por un país de carreteras vacías.

Avanzo de noche, sigiloso,
en medio de la maleza
bordeando el camino de concreto luminoso
como única guía.

Camino por pueblos abandonados,
pueblos de casas quemadas,
vacías,
en donde aún puedo ver
las velas apagadas
en los altares
a la Virgen y a san Juditas.

Voy por un país en donde nadie dice su nombre.
Un país que no sabe su nombre,
que se lo ha guardado en el pecho.

Un país abandonado a su suerte.

Un país de noches siniestras,
en donde lo único que se escucha
son las ráfagas del viento.

Un país en donde la sangre no vale.
Un país en donde nadie sabe nada:
quiénes son los hombres de rostro cubierto,
de mirada furiosa, de sonrisa afilada
y que avanzan por las calles en sus camionetas.

Voy por un país en donde
lo que queda es esconderse,
quedarse quieto y pedirle al tiempo que pase.
Que todo pase y nadie me vea,
nadie me encuentre.

Voy por un país en donde el miedo lo es todo.

Un país en donde la guerra es la dueña,
ama y señora de la tierra.

 

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