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Liber Scivias
Claudia Posadas
Dirección de Literatura, UNAM,
México, 2016.

 
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No. 101 / Julio-Agosto 2017


Hylé



Homenaje a José Gorostiza

...se despiertan, como de sí, las formas: yo reconozco a tientas mi morada.
José Ángel Valente

Se concentra iridiscente la sustancia
íngrima
pureza en la completud de no existir,
intocada por el comienzo de las eras
sin embargo,
su respiración o alumbramiento significan el principio
del dolor en que células de sombra han sido inoculadas.

(Un grito de soles se pierde entre lo vasto,
un grito oculto en la memoria aunque su eco,
su desconsuelo,
a veces turban el equilibrio de lo visible.)

Se leva errática la densidad,
confusión herida por un frío nunca soportado:
encarnar en esta sembradura que nos mudó en materia de nostalgia,
ser a partir de ese advenimiento.

El otro principio es de conciencia,
mas no la intrínseca al primer temblor,
sino el sofoco de partículas tomadas por el yugo:
estar a partir de sus formas, su lenguaje,
su lapidaria construcción de lo tangible,
su natural incertidumbre.

Es en este origen donde hierve el magma,
donde va nervándose la sombra que desfigura el rostro;
es allí donde se espesa el odio,
el cauce donde fluye el miedo
y del que brota una savia que oscurece el cuerpo en sí oscurecido.

Podrían haber otras palabras,
pensamientos más allá del plasma
y la conciencia terminales:
otra debió ser la simiente,
una linfa consustancial al Padre y Madre.

Pero el gran silencio pesa,
como pesa nuestro derrame caótico en el mundo,
y finalmente estalla el daño en nuestra médula expansivo
oleaje que va paralizando una por una
o toda vértebra,
intención,
y darse cuenta del derrumbe sin que podamos oponernos:
la resistencia gutural y última se congela en rictus,
en una carne inmóvil,
impasible ante los duelos de la sangre;
extraña,
absolutamente ajena a lo nombrado.

Ser destruyéndose en esta mórula de podre
que nos fuera otorgada como única heredad;
estar sobreviviendo al relámpago que no pedimos
y por el cual soportamos la extrañeza.

Ser y estar como una índole que al final es consanguínea,
cómo liberarnos de su doble filo,
por qué debemos aceptar nuestra derrota
y vivir ahogados por el mundo.

Dónde hallar la transparencia en esta acumulación de carne y huesos,
en los órdenes infinitesimales que obedecen a leyes ajenas a lo eterno
como pequeñas y mortíferas maquinas de precipicio.

¿El fin es un comienzo de la luz,
si acaso hay una luz aprisionada?

¿Cómo liberarla?

¿Deberíamos asumirnos como un tributo en el árula del tiempo?

¿La gracia estaría en resurgir,
siendo otra sangre,
purificados en el mundo y su materia,
a esa quietud inmaculada
mácula de donde surge la Visión?

Permanecer, entonces,
tomados por un misterio que nos vulnera,
como una vela escindida en su altivez

por un fuego devorando su corazón.



Miedo

Existe un acto que transcurre en silencio,
al fondo de la sangre;
una mordedura sembrada en la gestación de las formas.

Ese íntimo temblor,
ese murmurar que hiere la aceptada mansedumbre,

es el miedo.

Para conjurarlo, hay quien alza templos de orgullo,
miserables dictaduras de razón o de fe
a las que ofrenda la copa en que vertió su deseo de lo eterno.

Es quien cumple sobre el otro sus maquinarias de molicie,
aquellas mortíferas o mínimas torturas sean el golpe en la carencia,
el gesto imperceptible ante los quiebres,
el juicio que dispone el inmolar de la sangre.

Y sin embargo al fondo de la copa el miedo se agita como una serpiente.

También existe el que nunca será abandonado por el miedo,
pues vive en el principio donde aquél se fortifica.

Es quien, renuente o incapaz de enfrentar el imperio del mundo,
sólo tiene el desarraigo como única palabra,
como débil tea para el descenso a la angustia de sí,
hondura donde yace, en su abierta desnudez,
el núcleo de esta conciencia.

Es la náusea en el instante en que se trama la urdimbre de los días,
el andar desesperado en un espacio diminuto,
la voz grandilocuente o la catástrofe ante la más nimia circunstancia.

Es quien pacta la traición a su índole habitada
y muere en la tristeza de encarnar lo aborrecido.

Y sin embargo el miedo nos traspasa a todos como una arteria que nos une en la misma nutrición.

Imposible emerger de su custodia,
su vigilia ordena el estallar del pensamiento,
el desplegar del ave oscura del insomnio.

Imposible huir de la asechanza,
es el sesgo con el cual se mira
y se es mirado,
el secreto en cuyo nombre nos sitiamos para convocar,
tal vez sin advertirlo,
o sigilosamente,
o en el vértigo del día,
la barbarie que nos oprime.

Imposible despojarse de su estela.
En ocasiones,
cuando un golpe de lo súbito nos arroja a la intemperie,
toda contención se fuga y revelamos,
en las grietas de la voz o del gesto,
las cicatrices que nervan las máscaras con que ocultamos este miedo.

Es el verdadero rostro de la herida,
la música,
el interludio ejecutándose a lo lejos en una trama contigua a nuestros actos,
aunque perversamente equívoca.

Son los órdenes del yo inscritos sobre piedra
que nos sirven de argumento
para enfrentar la sima de lo vasto.

Es la acumulación de acciones absurdas para demorar nuestra derrota,
aquel implacable deshacerse en el tiempo hostil de la materia
donde el miedo finalmente nos aguarda,
el miedo que no es posible exorcizar porque sabe su perfecta hechura,
su raíz añeja y definitiva,
único asidero

en el abandono de existir.


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