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Abel
Héctor Rodríguez de la O
Garabatos,
Hermosillo,
Sonora, 2015.

 
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No. 101 / Julio-Agosto 2017


El hijo del hombre era taxista.
Y como una sosa figura mitológica,
cuando la Carretera Nacional fue abolida en favor de la Autopista,
imaginó que tarde o temprano tendría hasta el cuello un agua cenagosa,
que vería con el paso de los días
su frente endurecerse y al pan ahuecarse en un duelo.
Pero nunca sucedió.
El hijo del hombre bebía.

El hijo del hombre era taxista.
La muerte de su madre joven lo machacaba todos los días y,
aunque no la mencionara nunca,
ella estaba siempre hasta en la parte más tierna de sus más abyectos deseos:
el hijo del hombre estaba, como todos,
condenado a algo infinitamente más grande que él.

El hijo del hombre era taxista.
Y su hermano se llamaba Caín.
Este hermano tenía en la adoración al Padre el encapricharse de una seducción malsana.
Por supuesto, en la labia que lo distinguía de las bestias con las que hablaba
nadie podía verlo.
Tampoco en los sacrificios que homenajeaban al Padre, impregnados
de servilismo y mansedumbre, podían verse la virtud y la sencillez de
muy en el fondo,
ser un hijo cualquiera.

El hermano de Caín había nacido melancólico.
Como quien dice, su raíz fundante no estaba en la sumisión ante el Hombre,
ni en la resignación que ampara contra las estrellas y el estiércol, contra
la vida y a pesar de la muerte.
Ni en la abnegación,
ni en el desprendimiento,
ni en la magnanimidad,
ni en la entrega,
ni en la misericordia,
ni en la renuncia,
ni en el cariño,
ni en la piedad,
ni en la obediencia,
ni en la inocencia.
El hermano de Caín, el hijo del hombre, era sencillamente egoísta.

Pero el hermano de Caín era un melancólico descorazonado.
Y su risa anonadaba a todos en el pueblo, los agraviaba en lo más hondo.
¿Por qué reía este cabrón? ¿Es que no ve lo que nos oprime y endurece el corazón?
¿Es que no ve con qué prontitud se nos viene encima la muerte,
y con qué poca sublevación la recibimos?
(La gente del pueblo terminaría adorando a la muerte, tanto como temían al Padre.)
Así que, aunque bebiera ríos de cerveza, nadie habría podido llamarlo alcohólico.
Y aunque deseara secretamente no seguir deseando, pero desear, nadie habría podido
llamarlo ingenuo.
Y aunque dudara que todo, todo eso fuera verdad, nadie habría podido llamarlo ridículo.
En fin, era un cómico (algunos decían, aunque no sabían bien qué quería decir,
con los dientes apretados y los puños dentro de las bolsas del pantalón,
que era un poeta).
Escribía y reescribía y tachonaba en un pequeño cuaderno rojo
y eso a la gente tampoco le gustaba:
¿cómo amar a un chivato, a un delator, a uno que, en fin, no hace más que calumniar?

De modo que, el ser taxista, fue una pésima alegoría de lo que significaría su vida.
Y aunque sabía que no sería posible, le hubiera gustado no tener esta
vida tan angosta en la que era una lucha hasta ponerse un panamá.
Le hubiera gustado conocer a una mujer,
llamada Consuelo, que le diera dos hijos y una hija.
Enamorarse.
Tener un nombre diferente, no tan corto, o de preferencia dos para repartirlo entre sus hijos,
y a la hija llamarla como a una estrella o una flor o una virgen.
Se regodeaba en esos deseos y, en la juntura del día y la noche,
se encontraba siempre llorando,
llamándose a sí mismo Pedro Pablo o Vladimir Illich,
o Ramiro Héctor,
o algo así.
Borracho, mientras cientos de serpientes negras se escabullían dentro de su taxi.
Y los ojos del Padre lo veían desde todas partes.

Manejaba un Chevrolet Chevelle del setenta y uno color verde oliva, pero
no estaba loco por ese mueble, sino por algo que estaba más allá de él.
(Como más atrás o más adelante.)
Siempre más allá, y así era con todas las cosas sobre la Tierra.
Porque buscaba algo y lo buscaba siempre y lo buscaba en todas partes.

No era el paso del tiempo lo que lo hacía melancólico,
sino esa búsqueda siempre infructuosa y estéril:
no sólo nadie antes que él había encontrado lo que él buscaba,
(y nadie lo encontraría por siempre jamás, además,
se había encargado de preguntárselo a cada persona con la que
se encontró mientras vivió), sino que nadie sabía de qué
se trataba todo ese espanto,
ese acto de fe,
esa profesión de fe, mejor dicho,
ante nada y al mismo tiempo, ante todo.
El Chevelle, se engañaba, le servía para buscar.

Lo que lo rodeaba no coincidía con nada
de lo que en el alma se le había acumulado
a fuerza de cerveza y sueños y búsqueda
(Y eso era su salud y su enfermedad y la del pueblo también).
A su taxi no subió nunca nadie del pueblo,
sólo extranjeros que iban de paso y que
cargaban maletas llenas de polvo y que sollozaban
viendo a través de la ventanilla o al darse cuenta
de las arrugas en sus zapatos, o que reían sin parar
porque al fin se largaban de este reino violento y servil
en el que novalenadalavida en donde lavidanovalenada.

"En este pueblo los cómicos
se confunden con los poetas y, después de todo,
nadie tiene sentido del humor."

Un día
(para no seguir haciéndola de emoción)
se dio cuenta de que ya no le dolía
la simultaneidad, ni la permanencia,
ni el hallarse tendido en su propia desesperación,
ni los ojos de su padre siempre en su nuca,
y en esa forma ajena de alegría que lo hacía seguir viviendo
en el mundo
se fue.




Una aproximación al Fruto extraño o los puentes
sirven para largarse de la ciudad


Lo cierto es que, mientras tanto, algo extraño le está pasando a los puentes de mi ciudad.
Hoy me levanté en la mañana y todavía traía en el cuerpo
el escarabajo que me quedó de la borrachera de anoche.
Hoy me levanté en la mañana sintiéndome culpable
pero era sólo mi espíritu regio que me lanzaba su reproche.
No me digan que habrá que limpiar todo eso
porque agarro mi mueble y me largo.
No me digan que habrá que limpiar todo eso
porque agarro mi mueble y me largo.
Monterrey, loriga de escamas,
ciudad de alfileres de hierro
con corbatas bien hechas.
De ribetes y flequillos
de moños y pompones
de orifrés y filigranas.
Monterrey, coraza de acero.
No me digan que habrá que limpiar todo eso
porque agarro mi mueble y me largo.

Hoy me levanté con el sol y algo encendido cayó en mis ojos.
Hoy me levanté con el sol y algo encendido cayó en mis ojos.
Se extendía por toda su muerte y lascivo y púrpura pendía
confusa cópula, mi miedo, y encarnado arrojaba su semilla.
No me digan que tendré que limpiar todo eso
porque agarro mi chevelle y me largo.
Monterrey, yelmo de concreto,
ciudad entre montañas azules como su sangre.
No me pidan que saque de abajo del tapete
las uñas que me he cortado,
el cabello que se me ha caído:
ese género pardo y viscoso,
porque está mejor ahí debajo.

Hoy me levanté con el alma en un hilo.
Hoy me levanté con el alma en un hilo.
Era el sol que recortaba un cuerpo contra mi mirada.
Era el sol que recortaba un cuerpo contra mi mirada.
Bermejo mantenía al aire de la mañana,
pardo y viscoso lo teñía:
Extraña fruta pendía del puente.
Extraña fruta pendía del puente.
Extraño árbol era aquel puente.
Extraño árbol era aquel puente.
Extraña tierra que había parido ese árbol.
Extraña fruta pende de los extraños árboles de mi extraña ciudad.
Pilares de sangre suspendidos,
cuyos hombros sostienen
a ese Caballo Pálido.

Extraña fruta que sueña que se larga una mañana.




Pasoliniana

País de corruptos
de pasolinianos funcionarios con cabello engominado y pies sucios.
País de oportunistas,
caínes que te apuñalan por la espalda.
País de calculadores,
de perros desconfiados que sólo te lamen las manos, si creen que
les puedes dar una migaja de lo que sea.
País de arribistas,
siempre listos para venderle las nalgas al primero que ofrezca algo por ellas.
País de insaciables,
con en la boca un hocico de lobo y una ubre masticada.
País de avaros,
almas de cigarra con en las manos abismos.
País de aprovechados, de listillos,
que no conocen la vergüenza de pasar por alto la dignidad.
País de especuladores, de sensuales,
con el corazón como un papelito hecho bola y mal tirado en la basura.
País de perros falderos, de serviles,
que eyaculan en donde les digan y cuando les digan
y que no conocen ni siquiera un grito de placer que los libere.
País de prostitución,
doblegado, supeditado a una trama de deseos ajenos,
a ese fraguarse de los apetitos de su amo de turno.
País de estafadores y derechistas,
que en su ingenuidad creen que enriquecer al más rico
tendrá contentos a los que vivimos debajo de su mesa,
felices a los que rebuscamos entre su basura y limpiamos sus casas.
País de progresistas izquierdistas
que volvieron religión la estúpida buena voluntad
y no hicieron otra cosa que cerrar el templo e irse a dormir.
País de sordos, de mudos, de ciegos,
de restos humanos vistiendo trajes, y tacones altos,
de servidores públicos como cerberos,
orgullosos y diminutos,
que si alguna vez llegan a obtener el puesto de sus jefes
hacen alarde de su ignorancia y vulgaridad como de una bandera nueva
y por eso valiosa.
País de Judas, mejor dicho, Isla de Judas.
Ese lugar al que Judas va a purificarse una vez al año, en donde descansa
de ser masticado por el hocico del diablo.
País en el que adoran a Judas y que
cuando les da la espalda le escupen a los pies.
País de desleales y pedigüeños,
de gorrones en fin,
país en donde no vale nada la vida
en donde la vida no vale nada.

 

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