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La palabra fragante: cantos chamánicos tzeltales 
Pedro Pitarch
Artes de México,
México, 2015. 

Por Luisa Manero Serna
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No. 97 / Marzo 2017



Los cantos curan a los enfermos entre los tzeltales, pues para este pueblo la enfermedad es un problema de lenguaje. La palabra escrita rige el Otro Lado del mundo tzeltal —el lado de los espíritus, de lo ajeno, de todo lo que no se conoce y no podemos tocar. La escritura acarrea los males que de Allá vienen. La lengua hablada, propia del mundo que los vivos experimentamos, se enfrenta entonces al dolor y a la muerte traídos por la escritura. La transcripción y edición de Pedro Pitarch es un texto que transforma —incluso traiciona— la forma de existencia, y acaso la razón de ser, de unas canciones chamánicas destinadas a la curación. A pesar de utilizar el medio de la enfermedad, La palabra fragante no se percibe como un texto enfermo. Para nosotros, lectores que abrimos un libro y sentimos con él un placer estético, y que estamos acostumbrados a una literatura transmitida mediante los signos de la escritura, la lectura de estos cantos nos colma de una profunda vitalidad. Cristalizarlos en una página, ante un mundo multiforme y cambiante, es una labor que puede aportar a la pervivencia de estas obras, y con ello, de una forma de entender la vida y de vivir la espiritualidad.

Entendamos la transformación que se lleva a cabo en los cantos de Pitarch como una traducción en tres frentes: lingüística, pues los cantos se transponen del tzeltal al español; semiótica, ya que el sistema de signos de cuerpo, movimiento y música, presentes en el performance de la oralidad, pasa al sistema visual de la escritura; y conceptual, pues la experiencia estética que es comprendida como sagrada y curatoria por un grupo de personas, es entendida como artística y literaria por otro. Como reseñista del libro, entonces, comentaré los elementos, los valores y los efectos de la transformación sufrida por los cantos.

Las transcripciones y traducciones de Pitarch nos permiten acceder a unas canciones reiterativas, como lo es casi todo texto mágico, que buscan vocalizar la enfermedad y sus causas para poseerla y dominarla. Por esta razón se preocupan por expresar la inmediatez —conformada por el enfermo, el chamán, las ofrendas; pero también por los espíritus, el cerro de las almas, los sueños, que están ahí delante pero no pueden ser percibidos. Hay una intención de intervenir en el mundo mediante el acto de pronunciar la palabra que lo representa, y a la cual está atado; por esto, el acto de nombrar en sí mismo se convierte en el núcleo del canto. Sólo se recurre a la metáfora cuando ésta es conocida por toda la comunidad.

A través de los textos vislumbramos una serie de tensiones resultantes de la experiencia colonial —seguramente dolorosa hasta el presente. La lengua escrita domina en el Cerro de las Almas, y es utilizada por los espíritus que traen la enfermedad; pero la escritura también es propia de los extranjeros, que los tzeltales llaman "de Castilla". Según Pitarch, todo lo que existe en el Cerro de las Almas no tiene un aspecto indígena, sino uno hispano-mexicano. Desprotegidos ante los males que les llegan de un "lugar otro", ya sea el de la muerte o el de las tierras desconocidas, tienen que recurrir a los medios de "allá", pues mediante las curas ajenas se pueden combatir los males desconocidos. Es como combatir fuego con fuego: el "candado de Castilla" que en el canto "Cárcel fría" encierra al alma, sólo se abre mediante la "llave de Castilla".

En ocasiones, la religión cristiana, mediante la palabra escrita que utiliza, castiga a los tzeltales con enfermedades. Esto ocurre en "Jaguar", canto en que el malestar es provocado por el rencor protestante de los indígenas evangélicos (aunque, según Pitarch, dicho rencor es sólo un vehículo del Otro Lado y de la muerte):

¿Acaso del interior de sus lecturas
acaso del interior de sus cánticos?
Así lo acordaron
así lo hablaron entre sí.


Sin embargo, es el dios cristiano, con su madre y sus ángeles, el que los protege y los cura. Es a él a quien invocan para que intervenga en la curación del enfermo. Llaman: "Dios Jesucristo, padre", "Madrina sagrada santa María", "dios santísima Cruz, padre", "cuatro madres-ángeles", "cuatro padres-ángeles". Cuando se dirige a los espíritus causantes de la enfermedad, el canto oscila entre la ira y el respeto. Se entrevé una emoción intensa pero contenida:

Ésta es mi respetuosa palabra
éste es mi respetuoso corazón
ya ves la rabia de mi corazón
ya ves mi indignación
acompañada de una sagrada flor
acompañada de una sagrada azucena
[...]


Sin embargo, en las invocaciones a Cristo nunca se vislumbra forma alguna de desconfianza o resentimiento. Se le llama con amor, con confianza, y con una intención de mostrarse ante él suficientemente humilde y sincero. Esto deja ver el vigor del cristianismo en las prácticas condenadas por éste. A pesar de recurrir a deidades cristianas para que intervengan en la curación, es el acto de cantar, de experimentar la palabra oral, la forma en que los cantores se apropian de la religiosidad y la cultura ajena, relacionadas con la muerte, y les otorgan un carácter vital y conocido. Es decir, les dan una plenitud nueva en la existencia tzeltal.

En la tradición chamánica, los cantos son concebidos como independientes de la vida humana. Surgen del Otro Lado, lugar sin locación fija ni material, que puede ser entendido como "el cosmos en su estado original"; y son transmitidos mediante sueños por los espíritus a los chamanes. En palabras de Pitarch: "Los rezadores [...] se consideran a sí mismos más bien como depositarios provisionales de ellos, hasta que a su muerte el libro del corazón sea restituido a los espíritus." La independencia del canto respecto de los cantores es la primera diferencia, quizá la más evidente, entre la tradición en que han existido durante generaciones, y en la que están siendo colocados mediante la publicación. Inmerso en la segunda, el recopilador, según lo aclara en sus notas, considera como autores a los chamanes que enunciaron los cantos que él grabó —llama la atención, entonces, que sólo aparezca su nombre en la portada.

Con la noción de autoría como base y los signos escritos como medio, el libro se abre y lleva los cantos a la esfera de la literatura hispano-mexicana. En la edición se nota con claridad que, conscientes de que ahora son cantos visuales y fijos, los editores buscaron explorar las virtudes del papel. Nos presentan, entonces, un objeto que puede ser calificado como bello. Se recurrió a ilustradores para acompañar con dibujos a los cantos, y al fotógrafo José Ángel Rodríguez para retratar algunos rostros y escenas de la vida tzeltal y de los ritos de curación. Se usan dos colores distintos para la tipografía —negro y rojo oscuro—, que se complementan mutuamente sobre el blanco.

Pitarch realizó una partición en líneas que resulta en unidades semánticas cortas, las cuales enfatizan el valor reiterativo de los cantos. Esta división también promueve que, al aislar cada frase y cada enunciado, el lector se detenga en cada uno de sus sentidos. Las traducciones, apegadas a la literalidad, rescatan el ritmo del original tzeltal, tan importante en el rito y en la magia. Con la asignación de un título a cada uno, se nos terminan de presentar los textos curativos como poemas. La manera en que se conformaban las unidades sonoras en el performance oral, su musicalidad y sus características fónicas y melódicas, queda como un misterio para aquél que lee las canciones, ya que esto no es mencionado por el recopilador.

Presentar cantos orales de esta manera expone un problema común en este tipo de trabajos: en ocasiones los sentidos se oscurecen en la transposición de oralidad a escritura, ya que muchos de éstos dependen de la circunstancia en que se enuncian. En la introducción y en el comentario para cada texto, realizados todos por Pitarch, este problema se ve reducido; sus notas, precisas y claras, ayudan a rescatar la riqueza de su significación, que alcanzó tal vez una mayor plenitud en el aquí y ahora de la oralidad.

Me detengo ahora en un elemento del formato editorial, que nos remite al inicio de esta reseña: los colores del libro, negro y rojo, son los colores con que desde épocas prehispánicas se representa a la escritura. Pitarch, en su introducción a "Jaguar (Choj)", comenta: "se dice que el jaguar 'carga la escritura'. Pero la escritura, como el jaguar mismo, procede del 'otro lado', esto es, del mundo de la muerte. [...] Lo que revelan las manchas del jaguar es el proceso de contagio de la enfermedad y la muerte, la cual frecuentemente se refleja en la piel del enfermo —según se dice— en forma de manchas rojas y negras. [...] La piel manchada del jaguar, entonces, guarda tanto relación con la muerte de los tejidos vivos como con la capacidad de corrupción del lenguaje que conlleva la escritura. La escritura es la necrosis del lenguaje."

Al utilizar, en el libro que inaugura la existencia nueva (escrita) de estos cantos, los colores de la escritura, que son los mismos de la enfermedad, se esboza una línea divisoria entre el contexto cultural de la oralidad tzeltal y el de la tradición escrita. Esta elección dice de manera implícita: "Lo que para ustedes es muerte para nosotros puede ser vida." Al asumirse la escritura como tal, como una vida nueva, se establece una distancia entre las dos tradiciones, lo cual permite la independencia de ambas —y no la subordinación de una sobre otra. En La palabra fragante el trazo de esta frontera no es ciega ni tajante. Permite distinguir identidades —por ejemplo, cuando Pitarch comenta: "[el] rezador [...] aquí es considerado como el autor del mismo [del canto]. Los rezadores, sin embargo, no lo ven de esta manera..."—; establecer una comunicación entre modos distintos de pensar las cosas; y, por supuesto, afirmar la multiplicidad de formas que puede adquirir la poesía.