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La extraña trayectoria de la luz. Poemas reunidos: 1983-2013
Jorge Fondebrider
Bajo la luna,
Buenos Aires, 2016
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Por Fabio Morábito (Prólogo)
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No. 92 / Septiembre 2016


En el título de su segundo libro, Standards, podemos ver una indicación de la manera en que Jorge Fondebrider concibe su quehacer poético. Como él mismo se encarga de decirnos en el prólogo de su libro, “se supone que en la interpretación de standards es donde mejor se revela la calidad de invención de un músico de jazz porque el oyente, al tener presente un tema ampliamente conocido –un tema que diremos “clásico”–, descubre con mayor facilidad cuáles son las variaciones estrictamente personales de un ejecutante”. No es en la creación original, pues, sino en la variación, parece sugerirnos Fondebrider, donde el artista muestra sus mejores dotes, o donde éstas se hacen más visibles. En esta manera de ver las cosas la originalidad es cuestionada de raíz. Existe, nos dice Fondebrider, pero bajo el estatuto de la variación, nadie inventa canciones nuevas, todos tocamos standards y, de una manera u otra, todo es rehechura de algo previo.

No sorprende esta actitud en un antólogo entusiasta como es Jorge Fondebrider, a quien debemos tres antologías de poesía argentina, una de poesía francesa y otra de la irlandesa. Es inevitable que un apasionado forjador de mapas poéticos como él, siempre interesado en los vasos comunicantes entre autores y estilos, acabe por acotar fuertemente lo que llamamos originalidad. Sin embargo, esta inclinación por situar cualquier fruto en su árbol de procedencia, hasta casi localizar el tronco o la rama responsables de su crecimiento, no responde solo a un gusto de antólogo, sino a una visión de la vida arraigada en la convicción de que apenas somos dueños de nuestros actos. Son los otros quienes deciden por nosotros, es el coro el que dicta la nota y la intensidad de cada modulación individual, porque, como indica el título de uno de sus poemas más afortunados, vivimos perpetuamente bajo “la presión del instante”, obligados a responder a él con los recursos que, mal que bien, compartimos con otros. Es la presión de las circunstancias lo que hace de cada uno de nosotros un imitador y, por momentos, un precursor. Imitamos para sobrevivir y, a veces, vislumbramos el manejo inédito de una herramienta o descubrimos en ella un uso imprevisto. La presión desecha el inmenso fardo de lo inútil y premia unos cuantos hallazgos. Incluso desde el punto de vista rítmico, la poesía de Fondebrider parece responder a esta premisa esencial. Su uso abundante del endecasílabo y el heptasílabo podría engañarnos a primera vista y hacernos creer que estamos ante un poeta que se acomoda gustosamente en el surco de su verso. Sin embargo, la cadencia real, que depende de la velocidad igual que del tono, de la extensión del poema lo mismo que de su sonoridad, nos hablan de una poesía apurada, como escrita sobre las rodillas, que elige el tono categórico porque no hay tiempo para especulaciones. Sus poemas rehúyen el meditado ensamblaje de las partes y duran lo que dura la cantidad de aire necesaria para proferir una sentencia, para referir un recuerdo o para componer una imagen, como si el tiempo de una respiración fuera el único legítimo para el quehacer poético. Pareciera que a esta poesía la rigiera la superstición de que se empieza a mentir cuando se vuelve a tomar aire. Los poemas de Fondebrider son más largos de lo que dura un aliento, por supuesto, pero están construidos sobre una única emisión de sentido y, un poco a la manera de los refranes, con los cuales guardan una similitud de tono, se presentan idealmente sin fisuras, como algo incubado largo tiempo que sale de golpe y sin aviso.

Este escribir como en apnea se ha mantenido a lo largo de toda su producción y ha corrido a la par de la índole tenazmente diarística que la caracteriza, de la que da fe el título de su último libro: Los últimos tres años. Abrigado en un título como éste, modesto si los hay, el poeta no pretende otra cosa que mostrar lo que la vida le dictó y lo que él, mal que bien, pudo recoger de ese dictado. No hay un gran tema de fondo, una verdad soterrada que se aspira a sacar a luz y a la que hay que aludir a través de un título determinado. No, solo hay una materia fragmentaria formada por los episodios y los incidentes del diario vivir, donde las reflexiones son tratadas como otro incidente y los recuerdos tienen el mismo valor de los hechos más relevantes. No es de sorprender que abunden los poemas de viaje. En la “presión del viaje” Fondebrider encuentra la disposición espiritual más idónea para su inclinación al trazo rápido y de un solo aliento. Pero el viaje, entendido como actitud ante la vida, se extiende a todo lo que escribe y determina una visión afincada en el extrañamiento y en la desconfianza ante el lenguaje, culpable de interponerse entre nosotros y el mundo con su cortina ilusoria. Se viaja para recuperar, aunque sea de manera imperfecta, la lucidez de la visión. Así, la frecuencia del motivo de la ventana indica aquí, tal como ocurre en Pavese, un sentimiento de separación, de divorcio del mundo real, esa permanente sensación de irrealidad que hace que el poeta no sea capaz de vivir en primera persona:

 

me acostumbré a no oírme,
a no pensar en mí, yo no me veo,
apenas soy tus ojos
si acaso estuve allí.

 

Sin mirada introspectiva, sin oídos vueltos hacia sus propias palabras, abnegadamente volcado hacia el otro, el poeta se torna un fantasma, sin vida propia, condenado a vivir la vida de otros:

 

Pagué todas tus cuentas, regué todas tus plantas,
Las llaves que pediste ya las hice.
Después busqué la forma de tus pies en los zapatos,
y me senté en el borde de la cama
a ver por la ventana lo que ves
cuando volvés a casa
sola.

 

En el poema titulado “Fantasmas” se hace el recuento de las fotos ajenas en que uno aparece casualmente. Ahí va el intruso en una plaza de Tokio, en un parque de París, en una esquina de Buenos Aires, capturado en el momento que pasaba por ahí. Es un poema emblemático, porque muestra el genuino interés de Fondebrider por el margen o trasfondo de las cosas, o sea aquello que, sin haber sido buscado ni requerido, le otorga a nuestra vida su peso y su sustancia; y es también, por qué no, una alusión a la poesía misma, a su condición siempre desdibujada, en segundo plano, sin la cual, sin embargo, la vida, igual que las fotos, carecería de credibilidad.

El poeta, pues, es un intruso y, por lo mismo, un testigo, un fantasma que se sacrifica para que el resto adquiera peso, un desvelado que vigila atrás de la ventana el sueño afortunado de los que duermen. La poesía de Fondebrider es crepuscular tanto en su dicción llana, en su composición que privilegia el aliento sobre la construcción, como en los temas: la familia, la casa, el antiheroísmo, el diálogo con los muertos, y no falta ni siquiera la luna, invocada por su concreción y cercanía, en oposición a la grandilocuencia solar. Sin embargo, aunque el repertorio de la poesía crepuscular está presente, en Fondebrider hay algo que distorsiona y mina el idilio doméstico, piedra angular del sentimiento crepuscular, y ese algo es, otra vez, la “presión del instante”, que hace del poeta un insomne, un centinela que vigila pero no sabe bien qué vigila, un vicioso de la responsabilidad, un maniaco aprensivo, y, sobre todo, un desconfiado del lenguaje.

Sería casi una obviedad definir esta poesía de pesimista. Lo es, por supuesto. Fondebrider afirma que nos dirigimos “por mera estupidez” hacia “un mundo sin tigres”, y bastaría esta magnífica imagen para darnos el temple de su pesimismo; pero también sabe que “detrás del horizonte sigue el mar”. Este verso, de hecho, podría ser el título de toda su obra. El horizonte es una convención, pues cada quien, según el alcance de su vista o de su deseo, recorre esa línea virtual más adelante o más atrás, y si hay tantos horizontes como seres humanos, es porque detrás de cada horizonte sigue el mar, el mar que es el incansable proveedor de horizontes, y nadie lo sabe mejor que un centinela, avezado a mirar a lo lejos. Si hay más mar de lo que vemos, si atrás de esa línea el mar trabaja imperturbable, indiferente a nuestras modestas certidumbres y convenciones, no es la premonición de la vastedad más allá lo visible lo que nutre la poesía sino, por el contrario, la intuición de la redondez del planeta, que es intuición de su finitud y del pavoroso vacío interestelar. El horizonte, entonces, no clausura felizmente un paisaje, sino que lo abre, y es denunciado como un espejismo. Si el mar perdura atrás de esa línea es porque tiene mucho más que decir de lo que imaginamos o, mejor dicho, no tiene absolutamente nada que decir. La gran masa del no decir es en realidad lo que sustenta esta imagen crucial, acorde con el carácter nihilista de la poesía de Fondebrider. El mar es el principio del fin, porque es el anuncio del Gran Vacío y no hay horizonte que pueda negar eso.

Pero, por suerte, está la luna, inesperado regalo del Gran Vacío a los pobres terrestres, y hay que sacarle jugo. No deja de sorprender que una poesía como ésta, tan avocada al registro imperturbable de lo real y que por momentos, hay que decirlo, alardea un poco de esa imperturbabilidad, se tropiece tan a menudo con el astro de la noche. Ahí, por fin, el poeta puede poner a remojar sus ojos, fijar su vista confiadamente, descansar de todo lo plural y de todo lo disperso, sintonizarse con algo concreto. No es más que eso la luna: una calmada certidumbre, alejada del estruendo solar y del dramatismo marino. Y uno se pregunta, en este punto, si la luna no es el standard por excelencia o, mejor dicho, si el sentimiento de la variación sobre un tema dado que sustenta la poética de Fondebrider y determina lo mismo sus temas que su dicción, no surge de ella, concebida como ese tema invariable, omnipresente y ampliamente conocido, al que cada uno aporta su particular mirada, su personal interpretación. Leopardianamente, Fondebrider reconoce en la luna la única compañía firme, la que solo nos puede otorgar alguien tan solo o más que nosotros. Así, esta poesía que no se cansa de repetir de labios para afuera que estamos irremediablemente aislados, procede en realidad con un aliento que desmiente esta afirmación, empezando por su cadencia que se adhiere de manera instintiva a la canción, a la tonada conocida, como puede verse en estos dos versos de musicalidad irresistible:

 

Y entonces vino el mozo y yo te dije
me alegro de querer tan pocas cosas…

 

Hay en Fondebrider un optimismo sonoro, por así decirlo, que contrarresta su pesimismo discursivo; una fe en el contagio, propio del aficionado a los standards, que desdramatiza la soledad. Él mismo se encarga de transmitirnos en un poema las implicaciones entre antológicas y místicas que supone su afición a las variaciones sobre un solo tema, y nos proporciona con ello un autorretrato íntimo, su personal manera de relacionarse con la soledad y la belleza:

 

My funny Valentine

Grabé en una cinta todas las versiones
y me senté a escucharlas.
Por el precario equilibrio
entre el pudor y el gesto del que toca
hay una que prefiero.
No miente, no exagera,
te pide que te quedes,
aunque a veces me distraiga
o pierda la paciencia.

 

De paso, el poeta indica la manera en que le gustaría que se leyera su poesía: como algo en precario equilibrio que no miente ni exagera, que pide que nos quedemos, aunque a veces nos distraigamos o perdamos la paciencia; una poesía, pues, que incluya la distracción del lector y no exija su adhesión unánime, pero que requiera su disposición al diálogo. ¿No es también, por cierto, lo que la luna diría si pudiera hablar, la forma en que quisiera ser mirada por nosotros? Hay pues en Fondebrider una utopía secreta: la reducción de las palabras a gesto, a sonido fraterno, a compañía en medio del desvelo. No hay nada que decir, pero que no dejen de sonar. No es otra, bien visto, la esencia de la poesía: enseñarnos la alegría de querer tan pocas cosas.

 


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