...................................................................
Prometea de la sangre
/ El Resucitado
Roberto Vallarino
FCE, México, 2003.

Por Francisco Segovia
.....................................................................

No. 94 / Noviembre 2016


Roberto Vallarino: la duda del minotauro


1.
Yo no me creo capaz de presentar en buena lid este primer libro póstumo de Roberto Vallarino —y digo “en buena lid” como quien dice “en el terreno de la crítica, desde el desapego de la crítica”—, porque a mí este libro me queda demasiado cerca y reconozco en él demasiadas cosas. Sé, por ejemplo, a dónde apuntan muchas de sus veladas alusiones, literarias o biográficas, y me veo en sus obsesiones, en sus manías formales, en el tipo de oreja que tiende para oír sus propios versos; me reconozco en el ritmo y hasta en las aliteraciones con que le toma el dictado a la Musa, por más que a él le diga cosas que conmigo calla. Este libro me queda, pues, del lado de la intimidad, del lado de la amistad y sus escaramuzas, del lado de la memoria, y por eso mismo me resulta demasiado “familiar” —por decirlo de algún modo, pero sin dejar de aprovechar el doblez de la palabra: es al mismo tiempo algo simplemente conocido y reiterado, y algo estrechamente emparentado conmigo. Por eso digo que me queda del lado de la memoria, no del lado del juicio, o siquiera de la sensatez.
 
Pero ¿no es justo por eso por lo que me han invitado a hablar de él? No puedo negar que tal vez sea una visión parcial y memoriosa lo que esperan hoy de mí quienes me han invitado a hablar aquí, pero tampoco me siento capaz de hacer esto en buena lid, en la buena lid de los apologistas. No haré pues, tampoco, la reseña de esa amistad de infancia que se extendió, a trompicones, hasta la madurez. No voy a recordar al amigo, y ni siquiera voy a intentar mostrarles a ustedes cómo el demonio Vallarino no dejó nunca de ser un ángel, un ángel caído, si ustedes quieren, pero ángel al fin y al cabo. Él mismo me lo hubiese prohibido, o me lo impedirían hoy quienes lo conocieron y le guardan el debido respeto, no ya a su memoria sino a su vida, a lo que esa vida decía todo el tiempo, a voz en cuello y contra los cuatro vientos. Respeto por lo que esa vida sigue diciendo a gritos contra los cuatro vientos, contra viento y marea, aun contra sí misma, siempre contra...

Pero, si no voy a aprovechar mi cercanía con él para hacer una apologia pro vita sua ¿por qué acepto sin embargo que mis palabras deban ser parciales? Por una razón sencilla: porque el libro del que ahora les voy a hablar, siendo póstumo, aparece cuando aún no se marchitan del todo las primeras flores de su tumba, cuando todavía puede olerse el tufo de tres o cuatro almas mezquinas que al fin soltaron el aliento, aliviadas por su muerte, y porque el libro mismo se trata de la enfermedad que lo condujo a ella: una larga y terrible enfermedad, que tampoco se ha marchitado del todo todavía. En resumen, porque el libro no sólo refleja la vida de Roberto Vallarino —como podría reflejarla un poema sobre el otoño— sino que se trata de ella, de toda ella. ¿O no se ve en este libro cómo su enfermedad le cundía no sólo sobre el cuerpo sino que iba ocupando sus días, su historia, su pasado? Quiero decir con esto que la diabetes que lo mató fue también para él un punto de vista, el mirador desde cual pudo contemplar cómo se extendía a sus pies su vida entera, su obra toda.

Pero quizá no sea ésta una buena imagen, pues podría sugerir que desde el mirador de la diabetes Roberto podía mirar su vida desde lejos, como tendida allá, serenamente. Y no hay nada de eso. Como dice la cuarta de forros del libro, Prometea de la sangre “es la obra póstuma y [el] testamento poético de un insurrecto imbatible”. Es verdad. Y, sin embargo, lo que a mí más me inquieta de los poemas que contiene este libro es que aun su constante insurrección vacila y tiene sus momentos de duda, sus recaídas en un mundo de bondades y certezas que a él siempre le parecieron engañosas y falsarias, por contrarias a la vida. Estas dudas se agudizan especialmente en el segundo de los dos largos poemas que componen el libro (el que se llama, precisamente, “Prometea de la sangre”), lo que hace de él, si no el mejor poema de los dos, al menos el más dramático. Y así, si el primer poema, “Anhedonia”, está dado a la literalidad del dolor y a la certeza de la muerte que la enfermedad le impone (la única certeza que no falsea la vida), el segundo se promete a la vida ordenada y buena, sí, pero sólo envuelto en dudas. El primer poema trata de su intratable enfermedad, de la ceguera y el dolor que se le imponen, de la insurrección de la esperanza antes de recibir de su mujer un nuevo riñón; el segundo, en cambio, es el grito trágico con que Vallarino expresa su convulsa gratitud por el sacrificio de vida que su mujer ha hecho por él. Es trágico ese grito, digo, y es convulso, porque Vallarino sabe que jamás podrá agradecer ese don como se debe —o, mejor, como se debería poder. Pero he dicho que en este poema Vallarino vacila. Vacila porque quiere de pleno corazón agradecer la vida viviéndola, pero al mismo tiempo no quiere represar esa vida en el régimen que los médicos le imponen, y que es en todo punto ajeno a la pasión con que —decía él— debe vivirse la vida. Él quiere agradecer la vida viviendo, no sobreviviendo. Reconoce que, al recibir el riñón, debería aceptar la vida sana, aséptica, que le recomiendan los doctores, pero no puede hacerlo. Si con ello recibe de nuevo la vida, es la vida suya la que habrá de vivir, la misma vida de antes. Por grande que sea su agradecimiento, su deseo de agradecer, no basta para vencer ese instinto vital que es vivir la vida de uno, no una vida ajena.

Éste es el drama que se escenifica en el libro: el de quien agradece a gritos una vida nueva, pero la agradece por amor de alguien, no por amor de la nueva vida que le da. Y si digo que el drama “se escenifica” no es para sugerir una falta de sinceridad o una afectación literaria sino casi todo lo contrario: para mostrar cómo en este libro —como en todos, pero especialmente en este libro— la vida que se promete no falta a su promesa con morirse; cómo la vida la cumple ya con sólo prometerse; y cómo esta obra póstuma de Roberto Vallarino “representa” aquí, ahora, la vigencia de esa promesa, y su drama con la muerte. Es un libro cuyo emblema podría ser este verso de Quevedo: “cruzar podrá mi llama l’agua fría”.

2.
Un libro es una vida. Una obra es una vida. Y, sin embargo, pareciera que una obra se da siempre en vez de una vida, como una representación o una escenificación de ella, pues ninguna obra nos entrega una vida en su literalidad sino tan sólo en su sentido. La obra que se da como una vida no quiere suplantar a la vida misma, darnos gato por libre, sino que quiere poner en nuestras manos esa vida en lo que tiene de valor, en lo que significa, no en lo que es. Por eso una obra en que se ofrece una vida soporta sobre sus hombros el más alto y más terrible atributo de la vida misma: el de poder ser ofrecida, entregada, aun sacrificada. Esto es lo que a su modo dice Cristo (“el primogénito de los muertos”, “el resucitado”), pero es también lo que dicen las víctimas en los altares de los dioses sanguinarios.

Una obra es una vida que se da en vez de una vida entera. Pero, si no es entera esta vida que se da en la obra, no es porque se dé a medias o con reticencias sino porque, dándose por completo en su sentido, no se da además en su literalidad. Una obra regala el alma de una vida, pero no puede además regalar el cuerpo con que esa vida se vive. En la obra, es un fantasma quien ofrece su propia vida. Pero ¿no es también ese fantasma el que al cabo lleva al cuerpo a la piedra de sacrificios, en nombre de la vida?

He aquí, pues, el nudo en que se aprietan el alma y el cuerpo. ¿Es un nudo gordiano, que sólo la espada de la muerte deshace? ¿Es un nudo que la vida puede pacientemente desatar? ¿O es un nudo que ni la una ni la otra pueden nunca disolver? La vida ¿es el alma sola, o el alma y el cuerpo? En esta vacilación vacilamos todos, aun quienes no creemos que haya una vida para el alma después de la vida que hay para el cuerpo. Y sin embargo...

3.
“Te entrego mi vida”, se dicen uno al otro los amantes. Ésta es, en principio, una declaración moral, donde lo que se entrega metafóricamente es el alma, la intimidad de una vida. Pero su sentido apunta finalmente a la entrega del cuerpo en su plena materialidad; es decir, a la entrega del cuerpo en el acto amoroso. Pero también en el acto de morir. Porque sólo quien entrega literalmente la vida, entregándola en su cuerpo, hace de la muerte un acto; quiero decir, un acto humano. Esa entrega es para alguien en el amor o en el sacrificio; para nadie, en el suicidio. Pero en ambos casos se hace “en cuerpo y alma”, humanamente.. Pues ¿qué ángel podría entregarnos, junto a su alma, su cuerpo, la vida de ese cuerpo?

Sé que con todo esto no hago más que repetir de otro modo el viejo cliché según el cual somos humanos porque somos mortales, pero ¿qué dimensión no se agrega aquí cuando esa mortalidad aparece iluminada por la entrega, y aun el sacrificio, “en cuerpo y alma”? Porque no se trata aquí tan sólo de la entrega como metáfora amorosa sino de la entrega literal de un cuerpo a otro, del despojo que alguien hace de una parte de sí para entregársela al otro... No, no se trata sólo de esa metáfora (Vallarino recibió un riñón de su mujer, que tuvo que arrancarlo de sí misma), pero también se trata de una metáfora. Quizá ello explique por qué Vallarino entiende que la única manera de expresar el terror y la gratitud que esa entrega le procura, su misteriumtremendum, es hacerlo en los versos de un libro, en una obra...

Todo el último libro de Roberto Vallarino está escrito bajo la enceguecedora luz de esta entrega. Como agradecimiento, pero también como promesa; esto es, como palabras que se lanzan a herir el pecho del porvenir. Éste es su triunfo y, a la vez, ésta es su derrota, pues promete con el alma algo que su vida no lo dejará cumplir; algo que su cuerpo está sin cesar negando. En suma, promete vivir... Pero ¿se puede de veras cumplir esa promesa mientras el cuerpo va cumpliendo poco a poco la suya, que es promesa de muerte? Se puede, con tal de que no nos tomemos ese cumplimiento demasiado al pie de la letra. Se puede, al menos con el alma, ya que con el cuerpo no. Este libro es prueba de ello, aunque lo sea sólo en su conflicto, en la derrota literal con que se ofrece, pues para él mismo nada hay tan literal como la muerte...

Y es que, probando que el alma vive, los versos de Roberto Vallarino desbaratan aquello mismo en que querían sostenerse, pues en ellos no se libra un alma a la trascendencia de otra vida (sea Cielo o Infierno), ni logra el alma sustraerse a “la tumba del cuerpo”. No. En ellos el alma se desvive en un cuerpo. Vallarino agradece la vida nueva que su mujer le da (una Vita Nuova literal, pero cuyo sentido no es distinto del que le da el amor, también el amor, a la Vita Nuova de Dante). Sin embargo, la agradece como diciendo: “¡Ah, la vida, esa cosa mortal!”. Su dilema está puesto ahí, en las dos partes de esta exclamación. Agradece la vida que su mujer le da “en cuerpo y alma”, pero su gratitud es sólo para ella, no para la vida misma. No le alcanza su fe para agradecerle a la vida misma este regalo, para volver anónimo ese don (inhumano o divino). Y no se consuela de recibir en esa vida una nueva muerte. Es decir, no se cura de no recibir en esa entrega una vida eterna para la vida entera, no sólo para el alma sola. No se cura, en fin, de agradecer un don infinito, hecho “en cuerpo y alma”, con un gesto finito, hecho sólo con el alma. Pero, al mismo tiempo, Vallarino no se resigna a que esa vida nueva, tan suya como la anterior, le resulte ajena al mismo tiempo. Si es verdad que ahora promete cuidar esa vida, y ser bueno con ella, es sólo porque su promesa está hecha ante su mujer, no ante la vida misma (una vida a la que él no puede traicionar). Porque al cabo la nueva vida (que él se propone cambiar en una vida nueva) es tan mortal como la anterior, y se deja seducir lo mismo que la otra por la muerte. El mismo Vallarino lo dice así:

                El hombre nuevo
que viene de los vicios superados
vivió colgado de la vida viva
por las calles
en el mar
entre los bares
por la vida desnuda y cachonda


“La vida viva”, “la vida desnuda y cachonda”. Esto es lo que sigue tentándolo, aun después de ver sus “vicios superados”. Por eso unos versos más adelante dice:

el Minotauro exhala en sus ollares la expresión de la Duda
Y la Conciencia de la Duda

Esto le importa (uno de sus libros de poemas lleva por título, justamente, La conciencia de la duda), y le importa porque esa duda es el corazón de su nihilismo; porque la duda se aloja en el centro de su vida entera. Con esto quiero decir que su escepticismo no es en absoluto una mera postura intelectual; su escepticismo es un acto vital. Por eso descree de “la otra vida” y protesta contra ella... contra viento y marea...

Lo que Vallarino no se resigna a aceptar, aceptando la vida nueva que recibe, es la idea de que la vida nueva no es para vivirse sino para sobrevivirse. Por eso la recibe con la conciencia dolorosa del Minotauro, el injertado, el resucitado. Él es el monstruo de Frankenstein, Lázaro, Mr. Hyde, el transplantado; alguien, en suma, que siente su vida prestada, ajena, por más que la agradezca:

Deambulo por el mundo con un cuerpo
que no me pertenece

Por lo pronto se retiró la Muerte
pero dejó en alerta su guardia pretoriana
sus procesiones de cruzados
a muerte con la vida y contra ella


Vallarino agradece infinitamente el amor que le da la vida, pero no la vida misma. Y es por ese amor por lo que quiere vivir y conservar su vida, volverse bueno con ella: por ese amor, no por la vida misma, por la vida verdadera, que él no puede ver sino como una larga caída en la seducción de la Muerte, como aquello que se deja atraer por su contrario:

Soy un poseso de la fuerza del bien
Yo que vengo de pastar como búfalo en las praderas del mal
regodeándome de poseer relaciones cercanas con las huestes del Maligno


Es verdad que hay en estos versos una imagen del “personaje” que a Vallarino le gustaba encarnar; ése que —según dice él mismo— puede dar testimonio de

[...] el dolor y la pobreza de ser hombre
del débil en que yo me convertía
del maledicente
                        del soberbio
                                del réprobo
del prepotente
                del cruel
                        del solado de las huestes
                                        de Luzbel


Es verdad, digo, que hay algo del “personaje” Vallarino en estos versos; del personaje que él quería llegar ser, como quien quiere llegar a ser el que es. No ése que destellaba a veces en el chisporroteo de sus furias sino el que hace de su cohetería una luz perenne y busca consumirse en ella hasta no ser sino un trozo de carbón. Vallarino padecía una inmensa sed de odio, y si es verdad que probó tan sólo las gotas de la ira ¿no lo es también que en esas gotas está él completo, como está completa la luna en su cuarto menguante? ¿Quién podría negar, entonces, que el personaje que buscaba ser no es también, sinceramente, el propio Roberto Vallarino? Es su Mr. Hyde negándose a desaparecer en la bondad de su Dr. Jekyll. Es su lado oscuro negándose a morir. ¡A morir en nombre de una vida que ahora le parece ajena, zurcida, falsa! Le ocurre lo que a muchos transplantados y a muchos de los que han sufrido una operación que ha comprometido su vida; le ocurre lo que a Sylvia Plath, rescatada de la muerte que quiso darse por mano propia: siente que los médicos han pegado burdamente los trozos rotos de esa campana de cristal que era su vida... No, no puede ser ésa la vida que se promete en nombre de la vida.

Con cuánta intensidad debió sentir Roberto entonces aquel verso de “Piedra de sol” que tanto lo impresionó cuando comenzaba a escribir y que resuena aquí y allá en toda su poesía:

¿la vida, cuándo fue de veras nuestra?


yaun más este otro, también de La estación violenta:

Yo no daría la vida por mi vida: es otra mi verdadera historia.


Pero hay otra idea del mismo Paz que ronda en los versos de este libro: la de que cada quien desea en lo más hondo “morirse de otra muerte”. Y los versos en que esta idea aparece debieron golpearle las sienes como una machacona incertidumbre, como una reiterada inquietud: ¿no podría él, quizá, morirse de otra muerte, ya que los resucitados vuelven a morir?... ¿Lázaro murió dos veces la misma muerte? ¿O quizá, ya muerto, no ha podido volver a morirse y sigue en el mundo, la piel manchada aún por la tierra en que lo enterraban?

4.
No. La promesa de vivir no se cumple nomás viviendo sino prometiendo vivir. La promesa de vivir se cumple en el amor de esa promesa, más que en la vida misma. Él mismo lo dice así, en una frase enigmática y dubitativa:

Existir no es vivir
no necesariamente


Lo punzante de estos dos heptasílabos no está en la primera afirmación (“existir no es vivir”) sino en la relatividad prosaica que les añade la segunda (“no necesariamente”). ¿Se puede entonces existir sin estar vivo? La pregunta se queda en el aire, se queda sin respuesta, pues ni siquiera “el hombre nuevo”, el “que viene de los vicios superados”, ni siquiera ése puede renegar de lo que ha sido siempre su vida entera. No puede ni siquiera renegar de lo que ha “fingido” ser.

Vallarino se detiene ahí, mucho antes de pisar ese umbral donde —decía William James— “el único remedio contra la dipsomanía es la religiomanía”. Porque no hay religión en su libro. Hay mito y poesía y certeza del amor y la muerte, pero no religión. Ésta es su proeza. Esto es lo que nos muestra que el soberbio, el cruel, el réprobo, hunde sus raíces más allá del mero “personaje”, pues se levanta de sus cenizas para arder de nuevo, hasta volverse otra vez cenizas. Le ha tocado en suerte volver a vivir, y él quiere esa vida nueva, como quiso antes la vieja, porque puede morirse de ella. Él diría quizá lo que este fragmento de Nietzsche, que tanto citaba él mismo:

Amo a aquél que, cuando los dados al caer le dan suerte, se pregunta: “¿Seré acaso yo un jugador que hace trampa?”, porque ése desea perecer.


Este deseo de muerte no es un impulso morboso. No podría serlo si lo que importa en él no es en verdad la muerte sino el amor fati, el amor a lo que somos, a lo que nos toca en suerte; el amor que dice, en dos versos de SemTob: “Sy non es lo que quiero/ quiera yo lo que es”. Si el amor fati acepta así amar a la muerte es sólo porque ama la vida tanto que sabe gozarse en todos sus dones, y entre esos dones está la muerte. Por eso, en su largo ensayo sobre Nietzsche, Vallarino nos pide que

Recordemos aquella escena en la que un pequeño demonio se posa sobre el hombro de un ser humano y en voz baja, casi murmurada, le pregunta: “Si tuvieras que elegir en este instante entre volver a vivir toda tu existencia tal y como lo has hecho, o escoger otras opciones ¿qué harías?”, y el hombre contesta: “lo volvería a vivir tal como fue”, a lo que el diablo agrega: “Aunque hubieras rechazado la opción hubieras vivido de nuevo exactamente como lo has hecho”.


Vallarino ve en esto el meollo del “eterno retorno de lo mismo”. Es también la afirmación de la vida misma en “la misma vida” y el repudio de “la otra vida”, ésa que nos propuso hace siglos la noción platónica del hombre incompleto, y que ahora repite el psicoanálisis. No. Lo que Vallarino quiere es su vida entera, no esa media vida que sólo se completa en el más allá, cuando el deseo de ella se ha extinguido. Por eso su voluntad de vivir no puede cerrar los ojos a la muerte, pues, como dice un poema de La conciencia de la duda, “Vida y muerte son medias hermanas”. Por eso mismo

Prometea de la Sangre es una advertencia
de la vida y la Muerte simultáneas


Sí, Prometea de la sangre promete vivir, y vive en el amor de su muerte. Ahí triunfa el instinto vital sobre la vida miserable que nos fingen médicos y hospitales, esa salud que se impone aun por encima de la vida misma, empobreciéndola. Prometea de la sangre promete vivir, no sobrevivir; promete la pasión, no la resignación. Y, así, su promesa se cumple en dos frentes sucesivos: en una obra que nace y en una vida que muere. Ambas cosas son actos. En ambos palpita el deseo, la voluntad, el rechazo a la inercia de lo inerte. Aunque estos dos actos no pueden ser simultáneos en su literalidad, pueden serlo en su sentido, en el nudo que al final los une, donde pueden verse

la vida y la Muerte simultáneas.
 

Ediciones anteriores de Grumo, Francisco Segovia:
Núm. 92 La alcayata
Núm. 93 La quietud del esperado