No. 40 / Junio 2011

 

Fracternidades 
Por Jordi Doce

Descargar texto aquí
 
 

No. 40 / Junio 2011


Juegos feroces

 

Fracternidades 3
Jordi Doce

Descargar texto aquí


Los héroes de las mitologías tienen siempre dos nacimientos y, en consecuencia, dos madres. A cada Eva le corresponde su Lilith; a cada virgen blanca le corresponde su inversión negra. Y al parto físico le sigue, años después, un nuevo nacimiento en forma de pruebas o ritos de iniciación; un nuevo nacer que pone al héroe en tratos con la muerte, que lo expone, de hecho, a peligros de los que debe salir fortalecido, más vivo que nunca, literalmente embriagado de su propia sangre.

Toda genealogía, pues, tiene dos orígenes; uno claro y otro oscuro; uno recto y otro rengo, lleno de obstáculos y zonas de sombra. El mito Ashbery, el ilustre y extenso linaje de los libros que ha dado a la imprenta durante seis décadas (a razón de casi uno por año desde la publicación de Diagrama de flujo en 1991), tiene también dos madres, dos nacimientos distintos y sucesivos en el tiempo. Uno es Some Trees [Algunos árboles], su primer libro, publicado en 1956 gracias al apoyo cauto y hasta reticente de Auden. El otro, la Lilith negra de esta Eva delicada (aunque no limpia de pecado, como sabemos), es The Tennis Court Oath [El juramento de la pista de frontón], su segundo libro, publicado originalmente en 1962 gracias a la mediación del poeta John Hollander. Ambos libros coexisten en el pasado como la cara y cruz de una misma moneda, moneda que al girar dibuja el rostro del siguiente, Rivers and Mountains [Ríos y montañas,1966], y de toda su escritura posterior. Una moneda, por lo demás, sobre cuyo valor real sigue habiendo disputas, aunque pase con avidez de mano en mano y su prestigio simbólico sea hoy mayor que nunca, como el propio autor confesó hace años a The Paris Review con una mezcla de cansancio y coquetería: "Me decepciona que mi poesía se haya convertido en una especie de causa o de consigna, que la gente sienta que debe situarse en uno u otro bando, a favor o en contra de ella. Me parece que la poesía misma se pierde en medio de la controversia que despierta".1

La lectura de El juramento de la pista de frontón nos recuerda una vez más la importancia del error como categoría productiva, es decir, del error (del errar, en su doble acepción de yerro y errancia) como una forma de ampliar espacios, de ensanchar el campo de juego de la sensibilidad y acceder a zonas ignotas o en penumbra de nuestra herencia cultural y lingüística. Me refiero, claro está, no al error como traspié retórico o falta de oficio (aunque también, no lo olvidemos, los criterios técnicos estén determinados históricamente) sino como desvío, desliz, ruptura o menosprecio de normas y costumbres. En nuestro idioma se suele imputar el atrevimiento a la ignorancia, marcándolo despectivamente con la expresión "descubrir Mediterráneos". Pero, si de viajes hablamos, también podemos recordar que las Américas se "descubrieron" por error, desde un atrevimiento que sabía algunas cosas, ignoraba otras tantas y dependía casi por completo de su (buena) intuición. No parece mal ejemplo referido a un poeta de aquel continente. Un poeta cuyo segundo libro, en efecto, fue recibido como una ofensa, un insulto a la inteligencia o la formación de los críticos ("si un estado de constante exasperación, de expectativas siempre frustradas […] es respuesta suficiente a un libro de treinta y un poemas […] debo modificar mi noción de poesía", escribía Mona Van Duyn en Poetry), cuando no como una caída funesta, un lapso que arruinaba antes de hora la promesa apuntada en Algunos árboles; así Harold Bloom, nada menos, al definir este libro como un "terrible desastre" y preguntarse con fingido asombro condescendiente cómo su autor había podido "hundirse en semejante cenagal". Cabe preguntarse, acaso, por qué un crítico tan empeñado en dibujar continuidades, flujos hereditarios y ansiedades generacionales que se extienden y ramifican a lo largo del tiempo (todo un sistema solar con centro invariable en Shakespeare), no ha visto que el presunto desastre o fracaso de El juramento… fue en su momento el salto de grupa, el corcoveo violento que liberó a su autor del arnés de una tradición poética, la norteamericana, que a mediados de los años cincuenta yacía asfixiada en un formalismo sublime a caballo entre el Eliot de Cuatro Cuartetos, los metafísicos ingleses y el castillo de siete plantas edificado por William Empson para su Excelencia la ambigüedad.

Libro de ensayo y error, de calles cortadas y preguntas sin respuesta, de dispersión y acarreo, El juramento… se nos aparece, a casi cincuenta años de su publicación, como el matraz donde Ashbery combina, como un nuevo profesor chiflado (¿es un capricho recordar que la inolvidable película de Jerry Lewis se estrenó justo un año más tarde, en 1963?), todo tipo de compuestos químicos: fragmentación, parodia, collage, serialismo, cut-ups, atonalidad… Compuestos, por cierto, que Ashbery importa con desenvoltura juvenil de la música y la pintura contemporáneas, siguiendo una vieja tradición de la vanguardia histórica. Si la escucha de un concierto de John Cage el día de Año Nuevo de 1952 le ayudó, como él mismo confiesa en su conversación con el joven poeta inglés Mark Ford, a romper el bloqueo creativo en el que andaba sumido desde junio de 1950, su amistad con Frank O’Hara y el posterior descubrimiento de los pintores del expresionismo abstracto norteamericano (Rothko y Pollock, desde luego, pero también Jasper Johns o Robert Rauschenberg) le ayudaron a ampliar muy pronto su horizonte estético.2 Más allá de su disparidad y de los resultados concretos de su empeño, de los que Ashbery no siempre ha estado cerca, los expresionistas abstractos le brindaron un repertorio de posibilidades formales, un juego de herramientas al que, como un niño impaciente, no tardó en dar uso. También una actitud, una forma distinta de abordar la escritura, más como proceso y transcurso que como fruto inmóvil o estatua venerable, como quería el simbolismo.

Porque no nos engañemos: El juramento… es una proeza formalista, un modo de rubricar a voz en grito que toda poesía es forma, sí, como decían los cien mil hijos de Eliot contra quienes luchó su autor (Lowell, Wilbur, Jarrell), pero también que las formas son muchas y distintas, en perpetuo estado de tránsito y metamorfosis, apareándose sin cesar. Hibridación, mestizaje…, la apuesta de Ashbery no busca romper las cartas sino barajarlas de nuevo, cambiar las reglas y los palos. La radicalidad de su propuesta apenas tiene parangón entre sus contemporáneos. Frente al grito despechado de Ginsberg, elipsis y distancia fría. Frente a la inmediatez elocutiva de Creeley y Olson, que buscan el ADN rítmico del habla vernácula, el roce mismo del aire en las paredes de la laringe, paisajes mentales, efigies a la deriva, imágenes recortadas de novelas baratas y revistas de papel couché. Frente al lúcido ecologismo rehumanizador de Snyder, un no menos lúcido escepticismo sobre la facultad real del ser humano para comunicarse y formar sociedades armónicas y fecundas. Y mientras que sus colegas se encontraron a sí mismos (ese encuentro al que alude una y otra vez el Hölderlin de los poemas de la locura) releyendo a Whitman y Dickinson y adentrándose en las aguas por explorar de Vallejo, Neruda, Trakl, Basho o el budismo zen, él protagonizó una última cala, un sondeo casi bizantino de tan refinado, en los anillos exteriores de la modernidad francesa, los de Max Jacob, Robert Desnos o su amado Raymond Roussel.

Quizá lo que más sorprenda de este libro al lector español de Ashbery, educado en la melodía sonámbula o ensimismada de Tres poemas, Autorretrato en espejo convexo (más el libro en conjunto que el poema homónimo) o Diagrama de flujo, es la cualidad abrupta y difícil de su música, la aspereza atonal de poemas como Un drama de la vida, Lluvia, El nuevo realismo, América o los 111 fragmentos de Europa. Una música de distorsiones y disonancias, de frenazos y elisiones súbitas, de incongruencias y aposiciones incómodas. Hasta los lectores más circunspectos se han rendido siempre a la sensualidad verbal de esta poesía, que tanto debe a Wallace Stevens y el primer Auden, pero quien la busque de nuevo en este libro se verá decepcionado: sólo en Fausto o Un mundo último, quizá, o en piezas breves como Pensamientos de una joven y Dos sonetos, nuestro autor ensaya fugazmente la jouissance verbal de sus títulos canónicos. El resto del libro me trae a la mente las columnas de posibles rimas que Yeats escribía al margen de sus borradores, como pilas de ladrillos amontonados en un solar en construcción. Lo que ha hecho Ashbery en muchos poemas de El juramento… es dejar la casa a un lado y quedarse con los ladrillos, los bloques de piedra, los sacos de arena para el cemento. Hay un repudio explícito a lo edificado, lo bien hecho, lo demasiado fluido. Lo que no puede evitar (oh paradoja) que este sea el título de los suyos que más y mejor ostenta sus hechuras y marcas de crecimiento; vemos cada tuerca, cada soldadura, el modo en que ciertas tuberías no logran ocultar el cableado o las juntas de silicona. No en vano ha influido de manera determinante en los poetas de L=A=N=G=U=A=G=E (Charles Bernstein, Susan Howe, Bob Perelman…), fascinados por la dimensión de mecano morfosintáctico de un idioma en el que sólo se puede confiar después de un arduo proceso de extrañamiento.

Pero no es cuestión sólo de música. El que Ashbery sea (oficiosamente, claro está) el gran poeta laureado de la Norteamérica tardocapitalista se debe, en no poca medida, a su capacidad para simular, mucho antes de que tal cosa existiera o pudiera siquiera sospecharse, la fluidez prolija y destensada a que conduce el uso incondicional o gandul del procesador de textos. Frente al fetichismo manual del primer Seamus Heaney ("Entre mi dedo y mi pulgar / yace la gruesa pluma. / He de cavar con ella", dirá en su célebre poema Cavando), la fecundidad hipotáctica de Ashbery es la de quien desliza sus dedos por el teclado y suma palabras y frases al borde siempre del esguince o la incorrección sintácticas. La resistencia del papel y de la pluma en la mano cede paso al golpeteo igualitario y rítmico de unos dedos que han recuperado su autonomía o, en otro plano, al dibujo de unos signos inmateriales (y por ello perfectos) en la pantalla. Los poemas de Ashbery son un continuum sobre el que se han ejercido cortes entre intuitivos y aleatorios, como si el célebre rollo de papel continuo donde Kerouac escribió En la carretera se hubiera transformado en un espacio de la mente, una metáfora global del proceso creador. Ningún poeta ha entendido más agudamente la locuacidad desatada de nuestro tiempo, su verborrea de nimiedades y trivialidades y tópicos intranscendentes, la forma en que las palabras, de tan abundantes, parecen haber perdido su viejo peso y su valencia; ninguno ha mirado tan de frente la necesidad a fin de hacerla virtud, convirtiendo esta ingravidez del significado en el centro de una escritura que parece no tener centro, que se derrama libro tras libro sin mirar atrás, empeñada en cubrir con su parpadeo insistente la superficie fantasmal de la pantalla (ese nuevo planisferio que da título a su libro más reciente). La sensación que suele tener todo lector de Ashbery de estar perdiendo pie, de oscilar por turnos entre franjas de claridad y de niebla, de precisión e incertidumbre (¿de atención y hastío?), es análoga a la del mecanógrafo que suma líneas mientras entra y sale mentalmente de su trabajo (¿por dónde vagaré?) y juega a la rayuela con las ventanas de su monitor. Ashbery nos instruye en otra forma de lectura, distraída o desatenta, paciente con la falta de respuestas, resignada a no hallar conclusiones satisfactorias. Hay que educar, en fin, la capacidad de espera, saber pisar incluso cuando el camino se esfuma o no hay solución de continuidad, pues nuestro autor ha convertido en modus operandi de su escritura el ritmo tedioso y circular, lleno de sístoles y diástoles imprevisibles, de la vida de oficina; vivir ante la pantalla o detrás de una ventana en una casa de las afueras, qué más da, estar siempre del otro lado con la sensación algo melancólica de que algo importante sucede sin nosotros; y luego pensar que no es para tanto y seguir mirando.

Esto no sucede aún en El juramento de la pista de frontón. Aquí el trabajo de montaje y/o desmontaje sigue siendo manual; tiene la inmediatez y hasta la torpeza ingenua del niño que recorta figuras de papel y las sitúa sobre la cartulina antes de fijarlas con pegamento. Todavía se escucha, al fondo, el rasgar de la pluma o el bolígrafo, el traqueteo de la máquina de escribir y el golpe del carrete al final de cada verso. Se intuye incluso la fricción de la tinta al tachar párrafos enteros de un libro de bolsillo y dejar palabras o frases aisladas que se vuelcan tal cual a la libreta. El resultado, sobre todo en series como América o Europa, tiene algo de tablero de Scrabble cuando la partida ha concluido, con la diferencia de que esta disposición final no es fruto de un hacer sino de un deshacer; o de un deshacer que al propio tiempo genera pequeñas adherencias, un tenue liquen de palabras que tapiza las grietas sin cubrirlas del todo. El trato de los materiales, como decíamos, no esconde sin embargo cierta rudeza, la urgencia juvenil de quien prueba todos los resortes de su juguete nuevo. Estamos lejos aún de la templanza brillante de El doble sueño de la primavera o la porosidad hipnótica y sinuosa de Tres poemas, libros que cabría llamar inaugurales por el modo en que abren territorios que al día de hoy, siquiera en sordina, siguen vigentes.

Ninguna lectura de El juramento…, a mi juicio, puede ignorar que es el trabajo de un joven norteamericano que acaba de llegar a París y trata por todos los medios de madurar y de ponerse al día cuando nadie ignora, él menos que nadie, que el día se desplazó hace años a Nueva York, la ciudad de la que procede; un joven culto y tal vez algo presuntuoso que mantiene su poesía en un discreto segundo plano mientras se gana la vida como crítico de arte; un joven desdeñoso de la poesía de sus hermanos mayores pero que deja pasar el tiempo, aplicado y astuto, mientras prepara su asalto a los cuarteles de invierno. Bajo su aparente mesura bullía una reserva de violencia que estalló en forma de sonora bofetada al establishment literario de su país; el eco de esa bofetada sigue oyéndose cuatro décadas después. Su traducción española, hecha con brillantez y esmero militante por el poeta Julio Mas Alcaraz, nos recuerda que es hora de poner la otra mejilla.

 


1. Peter A. Stitt, «The Art of Poetry, no. 33: John Ashbery», The Paris Review, 90 (invierno 1983), p. 29.

2. Véase John Ashbery in conversation with Mark Ford, Londres, Between The Lines, 2003, pp. 35-36.
 
Leer poemas de John Ashbery...

{moscomment}