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A pesar de la voz
Ángel Vargas
Mantis Editores,
México, 2016.


Por Yolanda Segura
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No. 94 / Noviembre 2016



La voz y su anacronía


A pesar de la voz: es decir, por ella. Antes de la voz: es decir, después. En este libro de Ángel Vargas —su primero editado— no siempre aparece la voz, sino lo que la rodea. La ida y la vuelta de un sujeto que se descentra y se pierde, que se muestra quebrado, incompleto, doliente.

A pesar de la voz puede ser también a pesar de la voz lírica: lo dicho desde lo multiforme, desde una autoridad perdida. El dios aquí existe por ausencia, por nombramiento que no es traerlo al poema: no cumple ni hace milagros, no se compromete a nada con quienes se supeditan. Es un dios de lo parcial: “ordena sus afijos, si fuera desmontable, y si fuera tan bueno, regalaría mi nombre a los desposeídos”.

Antes que poemas (o tal vez, más bien, por los poemas) hay relato. Podría decirse con cierta facilidad que lo que se cuenta es la vida de Caffarelli, un castrati cuya voz se conserva sin madurar debido a los ardides de la cirugía: “una voz en erección creciendo sin verdugo.No soy una voz, soy un eco. Me llaman Caffarelli y mi voz no es un bosque. Cuando hablo es él quien hace ruido”, dice más adelante. Lo roto que pronuncia: la castración es además y sobre todo, una castración de lenguaje, la falta de palabras para la ausencia, para lo ido; el lenguaje en su paradoja, en su falla:

Para decir trunco
       mutilado
una palabra entera bastaría.
Para decir roto   
        como los hombres menos masculinos
o como los que llevan el bigote con las puntas alzadas
por la moda.


Y aunque bastaría la palabra entera, ésta sería también insuficiente. Algo que estaba hasta que falta, algo que por su falta constituye al sujeto como una dilación continua, una voz que no se alcanza porque también ella se ha hecho incompleta. Como la víspera de dios del epígrafe de Orozco1 que elige para iniciar el libro: el dios que va uniendo en nosotros sus pedazos, y en Caffarelli la consciencia del fragmento —él, más fragmentado que el resto, aunque también los otros estemos incompletos— busca mediante la palabra algo que no existe, intenta sacar el “quiste de memoria”, para olvidar o para acordarse, no sabemos y no importa.

Una voz que, angustiada, dice: “Caigo del pasado/ ese caballo bronco/ que no sabe correr hacia adelante”. Porque en este libro el tiempo transcurre distinto, anacrónicamente. Es mediante las uniones de tiempo a las que se le notan las costuras que se adquiere un conjunto. La anacronía de un dios que se desliga cuando se puede de la religión: “En dónde estará Dios, cuando nadie le cante… De quién será la voz que disimule su verdadero sexo, la realidad que tenga entre las piernas, cuando Dios, esa pieza coral venida a menos, ya  no tenga cabida más allá de estas aguas”.

El dolor sin tiempo de un sujeto que no se encuentra porque le quitaron una parte del cuerpo un algo que lo constituía. Escribe Didi-Huberman: “Ante una imagen —tan antigua como sea—, el presente no cesa jamás de reconfigurarse… Ante una imagen —tan reciente, tan contemporánea como sea—, el pasado no cesa nunca de reconfigurarse, dado que esta imagen sólo deviene pensable en una construcción de la memoria, cuando no de la obsesión. En fin, ante una imagen [y digo aquí, ante una voz que no conocemos más que por su registro escrito y visual, una voz cuyo timbre no podemos escuchar] tenemos humildemente que reconocer que ella nos sobrevivirá, que ante ella somos el elemento frágil, el elemento de paso, y que ante nosotros ella es el elemento del futuro, de la duración. La imagen [la voz] a menudo tiene más de memoria y más de porvenir que el ser que la mira [que la profiere].2” Lo que sobrevive mediante la anacronía en este libro es, empero, la huella de la voz, su eco escrito, trazado.

Vuelvo al poema:

Decimos que salvarlo
        Que la historia
Y  el arte    pero no:
Desenterrar es ya un anacronismo.
Tal vez
        En la aurora boreal
De un pupilente
                 En el trino
De una sala barroca de conciertos.
Porque al decir amor
Poco importa que exista
Porque al decir castrado
Ya no importa que nadie se desangre.
La anacronía, sí,
pero también nosotros
que no dejamos de meter las manos
en el polvo.



Un pupilente en una sala barroca de conciertos: tal vez así me gustaría pensar este libro de Ángel Vargas: las posibilidades de la vista afinada —y contemporánea— entre una maraña (una ordenada maraña) de belleza. La obsesión de meter las manos en el polvo para hallar sentido, el nombre de lo que se pierde en el nombre del dios retraído. Como dice Juarroz: pensar en un hombre se parece a salvarlo; pensar en que ninguna palabra alcanza para descifrarlo es parecido a descifrarlo, “podría ser la piedad una letra común”. Esa región compartida. Ese costado. No el centro, no la esencia —este poemario abandona esa noción tan cara, de trascendencia: el dolor de un hombre está hecho para no permanecer— sino una herida blanda, una herida que no puede sanar.

Hombre, sí, pero desplazado, negado en su condición completamente masculina aunque no por ello vuelto sujeto femenino: hombre que renuncia —también por voluntad propia y no solo por el cuerpo que le han intervenido— a su categoría. No es más ni es menos, es otra cosa.

Hacia el final del libro, el juego con los dos puntos, los espacios y la prosa terminan de dislocar el lenguaje, de quebrarlo junto con quien lo enuncia:

“: casi nadie lo dice   pero algunos pedimos tiernamente   padre déjame aquí   durmiendo en esta siesta para evitar la muda:
“: he recibido a hombres  como puños de tierra  los he dejado entrar  como la lluvia  como un idioma nuevo  que recibo en la boca:”

Un idioma nuevo que, a pesar de la voz —ajena, prestada, impostada— encuentra su cauce en los surcos de estas palabras, de esta memoria que no es nuestra pero nos hace.


1 “Es víspera de Dios/ está uniendo en nosotros sus pedazos”.
2 Huberman, Georges Didi. Ante el tiempo. Trad. Oviedo, Óscar. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2011.



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