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Jugo de naranja
Carmen Villoro
Trilce,
México, 2000.

 
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No. 101 / Julio-Agosto 2017


El reloj mide el tiempo exterior; el cigarro, el tempo interior.
Enciendes el primero de la mañana para acompañar la taza
de café, la lectura del periódico, pero, sobre todo, para
acompañarte a ti mismo en esa búsqueda de la intimidad
que arde suavemente mientras el tabaco se consume. Desde
muy temprano vemos por todas partes luciérnagas seguidas
de una nube y nos sentimos parte de una sinfonía de
estados de ánimo, de seres rítmicos que saben que la vida
pasa y hay que detenerla en una bocanada.

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Todo libro usado tiene dos historias: la escrita y la del
tiempo en el que fue leído; personas que amaste y olvidaste,
lugares por los que peregrinó contigo, pasiones de una
época que se mezclan entre las líneas con las aventuras o las
ideas. Eres el personaje paralelo en los dobleces que
marcaron tus silencios, las notas en el margen, arrugas en la
portada, alguna página suelta como señal de su dócil
abandono entre tus manos.

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El golpe seco del periódico anuncia la mañana. Después
seguirá el ruido del portón del vecino, el coche que se
enciende, la señora que barre. Si el periódico no llega, el
portón no se abre, el coche no se enciende o la vecina no
sale, algo te falta. Los protagonistas no saben que son parte
de un ritual, que si fallan desorganizarán tu intimidad y una
inquietud apenas perceptible te acompañará durante todo
el día.

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Una flor en el buró es una caricia inesperada, un
estremecimiento contenido, una herida que se alivia a sí
misma. En medio de la habitación, ajena al pulso del reloj, es
un pálpito, sobresalto que ha tomado forma de espiral. Esta
flor sin jardín te abre un jardín secreto, te dice con su
silencio la palabra que necesitas escuchar.

 

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