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Las casas
Alberto Cisnero
Barnacle,
Buenos Aires, 2018.
Por Walter Cassara
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No. 110 / Junio-julio 2018

La cornisa de sí

Ciertamente, escribir —como se afirma con agudeza en Yo el supremo, la célebre y extraordinaria novela de Roa Bastos— “no es convertir lo real en palabras sino hacer que la palabra sea real.” Pero, para que la palabra expulse la entelequia que la ahoga, hace falta que la lengua sea cortada en carne viva, hace falta que no se embalsame en la propia transparencia etérea o etílica, hace falta que se oralice, se interiorice, ya que la paradójica conciencia de la escritura, después de todo, quizás sea solo eso: lengua incisa, habla interiorizada...

En este raro arte u oficio de transmutaciones y mutilaciones extremas anda Alberto Cisnero desde hace algún tiempo, a caballo entre lo montaraz y aproximativo de la oralidad, y la escribanía puntillosa de los signos. De ahí que la voz que se enuncia en Las casas se nos aparezca como empañada o perseguida por su spectrum textual —el espejo siempre mortificante de la escritura—; nublándose, desdibujándose, enmendándose repetidamente en los rebordes de la propia caligrafía mental; una voz que murmura sonámbula en la cornisa de sí misma, al filo siempre del salto, el solecismo mortífero. La mano delicada del escribiente, “la mano que no es pa’ cecear en tertulias”, atropella por momentos a la boca briosa del hablante, usurpa su lugar —incluso su fisiología—, arremanga su presunta inconciencia; cierta soflama gauchesca, no exenta de ironía como corresponde, irrumpe entonces en un discurso vagamente autobiográfico, abofeteando al yo autoral, descalabrando la sintaxis y la modesta alfarería del verso; el poema queda desbordado y como ametrallado por esos centelleos irónicos, que por lo demás vendrían a ser el único saldo favorable que ha de arrojar el repaso de toda vida, aún la más legendaria y honesta, o la menos auspiciada por los dioses. Quien quiera hablar, que primero se oiga.