No. 70/ Junio 2014 |
Postales del ventrílocuo, el primer libro de Abraham Truxillo, en que la modalidad de su escritura no evoca una causa vanguardista ni un canon posmoderno, sino que propicia un estilo para observar el mundo, se retrae a lo propio con los pies en lo ajeno. Escribe desde su reino: el del abordaje, el imperio de lo interior, donde encuentra el pulso de lo cotidiano. El montaje poético de Truxillo apuesta por versos cortos, poemas hermanados con la prosa para cantarle al recuerdo de la mujer amada, al clavadista esencial de Acapulco, a la zona roja de Ámsterdam, a Michael Jackson, a los paseantes entre las sombras de una urbe y, por supuesto, a los protocolos domésticos de quien vive reconociendo el mundo y esas ceremonias ayudan a traducir en poemas breves los paisajes arrancados a manera de instantáneas del presente. Postales de ventrílocuo no es una apuesta por lo inefable sino una poética de lo rutinario. Truxillo descubre las arrugas de la existencia en los rituales específicos de quien se adhiere al mundo como ajeno. Testimonia, a veces con microscopio, las pulsiones vitales de la mitología personal que agrupa en este volumen. Poemas como Tarzán en la ciudad, Parábola del viejo viejo y Niños son una suerte inusitada de termómetros para gradar la soledad: […] Truxillo recurre al uso de la tercera persona para mostrarnos lo deshabitado de los personajes que aparecen en estas páginas, y cambia su perspectiva para darnos cuenta, en primera persona, del eros taciturno que de pronto se yergue en textos como Púrpura, Word o Promesas: en vano busqué la función precisa El poeta registra su paso por geometrías sagradas y en las siguientes páginas amplía o, mejor dicho, decanta otros paisajes que también le han cambiado la vida, por ejemplo, Red District, donde la lírica y la sorpresa, se embelesan con la terrenalidad de Ámsterdam, ahí persigue las andanzas de Rembrandt, de Van Gogh y ve cómo “Ana Frank aguarda en un lecho de tulipanes/ su corazón abierto”. El poeta sueña las estrellas, “vialacteas de humo/ en la fog ardiente del cigarro” en una “noche impresionista”. Hay alcobas rojas, bicicletas rojas, como los ojos del poeta en la mítica zona roja de Ámsterdam. El autor refiere la vivencia de un paraíso artificial y geográfico preciso, un escenario que matizado con la niebla ardiente, como explica Baudelaire en Paraísos artificiales, hace que los sentidos adquieran una finura y una agudeza extraordinaria; los ojos penetran el infinito, y esa es la meta. Truxillo no es un autor posmodernista que remedia el desacuerdo con el mundo, tampoco borda música otoñal, ni apuesta por encumbrar el odio ante la soledad. Abre los ojos y adopta escenarios, los invierte. Si al fin y al cabo la poesía trata del autoanálisis y la autorrepresentatividad, el efecto consecuente es la autoexpresividad y en Abraham esta expresión, o canto, nace desde la interiorización, una vez que el mundo atraviesa la experiencia íntima y su ritual cotidiano. Como en el poema Hiena: […] Denomina el mundo, renombra en su avizoro particularidades de un hombre que habita una aparente soledad, pero descubre en los objetos, animales y fantasmas de relaciones pasadas, la sustancia de la vida, hace hablar, copiando el oficio del ventrílocuo, a lo esencialmente suyo. Truxillo enfoca en el astrolabio lo que le cautiva para concretar una disección espiritual, lo que detona los motores de su memoria, porque la memoria es la materia del canto. Esa parece ser la tesis que explora en este libro: mostrar el pasaporte emocional, que parafraseando a Pessoa, sería viajar, pero viajar con todo, porque se viaja únicamente cuando se siente y sentir es estar distraído, porque vivir cansa, sentir duele y pensar destruye, decía el poeta portugués. Esos son los ejes por donde transita, a su manera, Abraham Truxillo. |
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