En el centro de todo palpita el corazón de la poesía.
Entrevista con Víctor Cabrera.


Por Claudia Morales

entrevista-cabrera-01.jpg¿Cómo entraste a la literatura?

Como lector, que es como imagino que entra todo mundo antes de escribir una sola línea. En mi caso, proveniente de un hogar en el que había libros pero no se leía demasiado, la lectura era mi último recurso contra el tedio. En ese sentido, no podría afirmar que conocí a los clásicos desde muy joven —porque es no sólo posible, sino hasta probable que no los conozca ni ahora—, ni que mi padre o mi abuelo me leyeran a Píndaro, a Suetonio ni a Herodoto. Simplemente la lectura no era uno de mis principales pasatiempos. Leía, a mis ocho o diez años, para vencer el hastío de aquellas tardes de sábado en la Ciudad de México, cuando, en plena crisis lopezportillista, familias como la mía no tenían demasiadas opciones ya no de diversión, sino de entretenimiento llano. Llegaba a los libros cuando ya había recorrido toda la gama de actividades a las que un niño de clase media bastante amolada podía recurrir para tratar de no aburrirse. Leía historias infantiles publicadas por las editoriales Progreso, de Moscú o Everest, de Argentina o España, no me acuerdo; enciclopedias para niños; libros como El principito, los cuentos de Tolstoi o el Corazón de De Amicis, cosas por el estilo, volúmenes que mi papá iba comprando en abonos en la oficina pública en la que trabajaba. Lo hacía sin ninguna conciencia del acto de leer. Más bien para matar el tiempo en lo que encontraba algo mejor que hacer.

En el centro de todo palpita el corazón de la poesía.
Entrevista con Víctor Cabrera.

 
Por Claudia Morales
 

entrevista-cabrera-01.jpg¿Cómo entraste a la literatura?

Como lector, que es como imagino que entra todo mundo antes de escribir una sola línea. En mi caso, proveniente de un hogar en el que había libros pero no se leía demasiado, la lectura era mi último recurso contra el tedio. En ese sentido, no podría afirmar que conocí a los clásicos desde muy joven —porque es no sólo posible, sino hasta probable que no los conozca ni ahora—, ni que mi padre o mi abuelo me leyeran a Píndaro, a Suetonio ni a Herodoto. Simplemente la lectura no era uno de mis principales pasatiempos. Leía, a mis ocho o diez años, para vencer el hastío de aquellas tardes de sábado en la Ciudad de México, cuando, en plena crisis lopezportillista, familias como la mía no tenían demasiadas opciones ya no de diversión, sino de entretenimiento llano. Llegaba a los libros cuando ya había recorrido toda la gama de actividades a las que un niño de clase media bastante amolada podía recurrir para tratar de no aburrirse. Leía historias infantiles publicadas por las editoriales Progreso, de Moscú o Everest, de Argentina o España, no me acuerdo; enciclopedias para niños; libros como El principito, los cuentos de Tolstoi o el Corazón de De Amicis, cosas por el estilo, volúmenes que mi papá iba comprando en abonos en la oficina pública en la que trabajaba. Lo hacía sin ninguna conciencia del acto de leer. Más bien para matar el tiempo en lo que encontraba algo mejor que hacer.

Más tarde, ya en la secundaria, vino una segunda oleada de lecturas, esa sí ya plenamente consciente y voluntaria, en la que se combinaban los libros que tenía que leer para la escuela, que eran generalmente los más aburridos, con lecturas que pasaban de mano en mano entre algunos de mis compañeros: las novelas de Hesse, muy procuradas por los adolescentes de aquella época, la literatura de la Onda, José Agustín, Parménides García Saldaña, Gustavo Sainz, a quien admiré mucho durante mi adolescencia y bajo cuyo influjo empecé a escribir algunos textos, cuentitos medio babosos que entretenían mucho a mis compañeros de clase y que me hacían ganar su aprecio. En esa época, en tercero de secundaria, apareció en mi vida la profesora Guadalupe Alcántara, una maestra súper estricta a quien aborrecíamos en un principio y a la que terminamos adorando. Tenía unas estrategias de fomento a la lectura infalibles; por ejemplo, nos dejaba leer unos plomos soporíferos de, digamos, Rafael Delgado o Altamirano y nos decía: “Por favor, cuando lleguen a la parte pornográfica, se la saltan”, con lo cual garantizaba que aquellas novelas aburridas fueran leídas de cabo a rabo en unas cuantas horas. Con ella leímos en clase el “Polifemo” de Góngora, y recuerdo cómo esa profesora, una señora con un aire de distinción y alcurnia que hacía pensar que no tenía ninguna necesidad de estar ahí, tratando de sacar alguna idea brillante de aquellas piedras que éramos sus alumnos, recuerdo, digo, cómo nos enseñaba a pensar, a tratar de explicarnos nosotros mismos qué demonios se escondía en aquellos versos. Una vez que, luego de esfuerzos sobrehumanos, lograbas comprender una sola de aquellas metáforas, el universo se te revelaba. Fue ella, sin duda, la persona más influyente para que yo, a los 15 años, decidiera dedicarme, de una u otra manera, a la literatura.
Así fue como entré en este negocio tan rentable.

¿Cómo es tu proceso de escritura? En tus poemarios se deja ver un hilo estructural, ¿concibes la idea de un libro antes que los poemas, o los poemas por separado y luego los unes porque crees que engranan en tu concepto de libro, o se trata de un proceso simultáneo?

He escrito tres libros, uno de ellos, Episodios célebres, es de fábulas y ficciones breves. Los otros dos son libros de poemas, Signos de traslado se publicó en 2007 y el otro, titulado Wide Screen, que acaba de salir hace algunos meses. Tanto en los Episodios… como en Signos… el método de composición fue similar y podría definirlo como un proceso de acumulación: sólo hasta que tuve, en ambos casos, un x número de textos, concebí la idea de reunirlos en un solo volumen. Así, Episodios célebres se compone de fábulas en el sentido estricto del término: alegorías con una enseñanza moral, inmoral o amoral, según se quiera. Signos de traslado está conformado por dos partes que hablan de mudanzas, de cambios, ya se trate de hábitat ya del tránsito entre la madrugada y el amanecer. En ambos casos, llegó un momento en que descubrí que, con dos o tres textos escritos sobre esos temas determinados, tenía yo un interés en seguir explorando esas vetas. En ellos, la idea o el concepto de libro fue, entonces, ulterior a la escritura de sus primeros textos.

Con Wide Screen pasó exactamente lo contrario. Concebí la idea, un volumen de poemas que tomaran como motivos algunas imágenes de películas de Jim Jarmusch, antes de tener escrito uno solo de ellos. Plantee esta idea como un proyecto para el programa de Jóvenes Creadores del Fonca sin demasiadas esperanzas de que pasara nada, porque era mi último chance de aspirar a esa beca y en ese entonces, estoy hablando de hace poco más de tres años, yo apenas había publicado una plaquette de sonetos. Cuando me enteré de que había sido seleccionado para recibir ese apoyo del Fonca, me puse muy contento, pero a las pocas semanas empecé a sudar frío porque, como digo, yo no tenía un solo verso escrito, estaba recibiendo ya el dinero de la beca y el plazo para la entrega del primer avance se aproximaba inexorablemente. De alguna manera, la solución a esa angustia me fue dada una mañana en que caminaba después de dejar a mi hija en el colegio: si quería escribir esos poemas “cinematográficos”, debía indagar qué era lo que había en aquellas imágenes que me resultaba tan atractivo o perturbador. No se trataba de ver esas películas —que sí vi varias veces durante el proceso de escritura— para tratar de describir “poéticamente” lo que ahí observaba , sino de excavar y profundizar en ellas para saber qué de mí podía encontrar ahí. Fue entonces que supe que, para acometer mi empresa y librarla con más o menos éxito, tenía que cambiar de piel, que hacerme de otros recursos y herramientas, que mudar de discurso y, más que de forma, de formato. De ahí que el libro evoque cierto formato cinematográfico. Pero no se trata solamente de adoptar un molde preconcebido sino de adaptar éste a un discurso determinado, de ahí  el título, que pretende confrontar esos dos conceptos en los que se fundan los poemas del libro y, en buena medida, la filmografía de Jarmusch: el espacio y la dimensión, lo que nos es dado ver dentro de esa pantalla pero también lo que no alcanzamos a ver más allá de esos márgenes. En ese sentido, pienso que Wide Screen es una puesta en práctica de algunos postulados de su antecesor, es un libro que representa para mí una mudanza “de moldes y de aliento”, como decía en algún poema de Signos de traslado. No sé si al final lo logré, si pude cambiar de formas y de discurso, capturar la esencia de las impresionantes visiones de Jarmusch, pero se trata del libro que más me ha exigido y que más me asombra porque es, también, el que menos comprendo, el más inasequible, y es en ese sentido que me provoca cierta satisfacción.

¿Hay algún libro que nunca hayas terminado de escribir?

No, porque salvo los títulos que te mencioné —incluida la plaquette Diez sonetos— no me he planteado hasta ahora la posibilidad de escribir otro libro, lo cual no quiere decir que no llegue yo a hacerlo y que no pueda fracasar en el intento. En ese caso, me gustaría regirme por la consigna de Beckett y fracasar mejor.

¿Algún libro que no terminaras de leer?

Muchos, quizá más de los que sí he acabado. A veces, por mi trabajo de editor a sueldo, termino otros que no quisiera haber leído nunca. Soy un lector muy disperso, lo que a veces deriva en que esté leyendo varios libros al mismo tiempo, o que deje una lectura a la mitad para empezar otra y, semanas o meses después, retomar la primera. De cualquier manera, y esa me parece que es una manía generalizada entre quienes nos dedicamos a las tareas literarias y editoriales, tengo más libros sin leer de los que tengo leídos, aunque aspiro a leerlos todos algún día. Una aspiración que, por supuesto, puede cumplirse o no.

¿Por qué crees que la poesía ha perdurado? ¿Crees que es necesaria?

Para serte franco, no tengo idea, pero trataré de esbozar alguna respuesta, a riesgo de cumplir con aquella sentencia de Marx atribuida a Twain —¿o era de Twain y se le atribuye a Marx?, da exactamente lo mismo—, según la cual es mejor quedarte callado y parecer estúpido que abrir la boca y disipar todas las dudas:

En primer lugar, habría que ver a qué nos referimos con poesía. Honestamente, no sé si pueda hablarse en esos términos de vigencia y duración porque tampoco sé si estamos hablando de un continuo, digamos, evolutivo o más bien de un palimpsesto en el que una época no sucede o prosigue a otra, sino que se le superpone como, para recurrir a un ejemplo sobadísimo, las capas de una cebolla o, mejor, las hojas de una alcachofa: aunque cada una de esas hojas tuviera un color, un sabor y una textura distintos, juntas conforman un solo fruto en cuyo centro está esa parte esencial que le confiere, digamos, su código genético, el lenguaje, sí, pero también algo más, algo que podríamos definir como el espíritu de la poesía y que, más allá de aquella lengua en la que está hecha, emparienta a Homero con Pound, a Virgilio con Ricardo Reis, a Safo con Gonzalo Rojas, a Góngora con Gerardo Deniz o a López Velarde con Ángel Ortuño. En el centro de todo palpita el corazón de la poesía.

entrevista-cabrera-02.jpgPor otra parte, descreo de cualquier función de la poesía que no sea la de establecer un canal de comunicación íntimo, más o menos entrañable entre el poeta y su lector o escucha ideal. A estas alturas no atribuyo a la poesía ninguna virtud como despertador de masas ni como sensibilizador de temperamentos y ni siquiera como ablandador de carnes. Hay un poema titulado “Confianzas” en el que Juan Gelman nos recuerda esa inutilidad de la poesía: que no sirve para hacer revoluciones ni para entrar al cine gratis ni para cubrirse del frío o de la lluvia ni para llenarse la barriga ni, en definitiva, para que a uno le regalen nada. Sin embargo, a medida que avanzas en la lectura de esos versos no puedes dejar de sentir empatía hacia sus palabras y, en el último de los casos, hacia aquel que las escribió: ahí es donde se establece el vínculo y donde, al mismo tiempo, se cierra el circuito de comunicación que justificaría la existencia de cada poema. Recuerdo un cuento de una escritora peruana fallecida hace pocos años, Pilar Dughi, en el que un poeta menor de provincias, oscuro y casi anónimo, despreciado y vilipendiado durante años por sus pares de la metrópoli, se encuentra hacia el final de sus días con un joven que se declara su ferviente admirador y que, transido de emoción, le recita de memoria sus versos y le confiesa a ese improbable maestro la importancia que su poesía ha tenido en su vida. Algo así. No recuerdo si el viejo cae fulminado en ese momento, pero debió hacerlo porque, al final, había cumplido su misión.

Bien, creo que este par de textos puede ejemplificar por qué la poesía ha perdurado. De un lado hay alguien con la necesidad, la ocurrencia o el capricho de decir alguna cosa y, del otro, alguien más dispuesto a recibir el botellazo.  

¿Cuál fue la primera imagen poética que recuerdas haber creado?, o ¿cuál fue tu primer estímulo para acercarte a escribir poesía?

Es que no tengo tan buena memoria como para darte una respuesta precisa, a pesar de que yo llegué algo tarde a la escritura poética, a los treinta o ya muy cerca de los treinta. Supongo que lo hice porque en esa época caminaba muchísimo, de aquí para allá, de la casa a la oficina, de la oficina a la casa, de la escuela de mi hija a la casa, del trabajo al metro, así. Entonces, mientras caminaba me iba repitiendo ideas (no sabía o no imaginaba que podían ser versos) impuestas por el ritmo de la propia caminata, moviendo las palabras de lugar, quitando y poniendo, ateniéndome siempre a un ritmo. Lo que sí recuerdo es que, justo a esa edad, fui a dar a un taller dirigido por Francisco Hernández para indagar si eso que yo inventaba al caminar y que después transcribía en una libreta era o no poesía y si valía la pena que lo siguiera yo haciendo. Después de llevar unos cuantos poemas, fue el propio Francisco quien me animó a continuar explorando esa vía que, debo confesarlo, durante años desdeñé porque me sentía incapaz de escribir un solo verso. Así que si algún lector improbable tiene algo que reclamar sobre mis poemas, que dirija sus puyas contra Francisco.

¿Qué piensas de la relación de la poesía con el cine o con otras artes?

Pues es que no hay nada que pensar: simplemente ahí está, es. A estas alturas resulta no sólo imposible sino hasta necio tratar de soslayar o negar los vínculos de un arte con otro, el contacto y la retroalimentación entre disciplinas. Por más que alguien afirmara que no le interesa la interdisciplina, la experiencia multidisciplinaria o como demonios se le quiera llamar, el arte, la literatura y la poesía son necesariamente multireferenciales, polivalentes y es natural, sano y plausible que unos recurran a otros para enriquecer sus respectivos discursos. Tampoco es que nadie esté inventando el hilo negro: el hilo negro siempre ha existido y algunos deberían amarrárselo al índice para recordarlo. Yo escribí un libro a partir de unas películas pero ya antes muchos habrán escrito una sinfonía basada en una novela o pintado un cuadro sobre un poema. Ahora se escriben poemas e incluso libros estupendos a partir de ciertos postulados y teorías científicos. Como Baudelaire no se cansa de recordarnos, el mundo, y con él el arte, está plagado de correspondencias.

Volviendo al cine: ¿quiénes son tus directores favoritos?

Fellini, Truffaut, Kubrick, Buñuel, Godard, Coppola, Leone, el Scorsese urbano —no el de época—, Godard y cierto Lynch, algunas cosas de Gilliam, muchas más de Kurosawa, Ismael Rodríguez y Gilberto Martínez Solares… y, por supuesto, Jim Jarmusch, con cuyo trabajo me identifico plenamente.

Última película que viste

En el cine, Los límites del control, que es, casualmente, la nueva de Jarmusch. Visualmente es una película muy interesante, muy plástica y muy poética, como todos los trabajos de Jarmusch —quien, por cierto, de joven se dedicó a la poesía “escrita” antes de convertirse en cineasta—. Sin embargo, en su conjunto creo que es una película pretenciosa y fallida. De todos modos, si eres fan, como yo, de la imaginería jarmuschiana, no saldrás enteramente decepcionada. 

¿Por qué poesía y no otro género literario?

Voy a decir algo que es un cliché (y quien esté libre de clichés que lance la primera neta): creo que es la poesía la que te escoge y no al revés. Al menos puedo afirmarlo en mi caso. Como te conté hace un momento, hasta cerca de mis treinta años yo no había escrito ni un solo verso… ni siquiera se me había ocurrido. Desde muy joven, a los dieciséis o diecisiete años decidí que lo que yo quería hacer era contar historias, ser narrador. Me empeñé durante mucho tiempo con resultados más bien modestos. En 1998 escribí Episodios célebres, aquel libro de fábulas y narraciones breves que guardé en un cajón durante varios años y que en 2006 terminó publicando el Instituto Mexiquense de Cultura en Toluca. A estas alturas, ese volumen, que escribí como un mero divertimento para distraerme del tedio burocrático que me embargaba en una oficina universitaria, acaso sea el único trabajo narrativo por el que me atrevo a dar la cara planamente. En algunos de esos textos puede advertirse ya una especie de metamorfosis respecto de lo que escribí hasta antes de mis veinticinco años. Hay en algunas de aquellas pequeñas historias otro aliento y, sobre todo, otra dicción. Son textos en los que abunda el humor pero, además, hay en ellos una especie de búsqueda un poco más experimental que la que podía vislumbrarse en mis primeros cuentos, muy lastrados aún por el realismo mágico. Algo pasó, además, que mi prosa se fue condensando hasta dar como resultado textos de unas cuantas cuartillas, cuando no de menos y a veces hasta de uno o dos párrafos. Al mismo tiempo, en algunos de aquellos Episodios… es posible atisbar ya cierta voluntad poética hasta entonces ausente de cualquiera de mis intentos previos.

¿Qué significa para ti escribir poesía? ¿Qué significa dejar de escribir poesía?

Me encantaría decir que es un medio de ganarme la vida, pero como eso, además de desmedidamente optimista, es absolutamente falso, tendré que decir que escribir poesía (y leerla) es un modo de ordenar y explicarme el mundo, de descubrir su faceta menos visible, aunque acaso la más estimulante. Podría ser una especie de superpoder, similar a la visión de rayos x de Superman, que te permite ver más allá de lo evidente. En ese sentido, la apoesis (o mudez poética), vendría a ser el aniquilamiento de ese superpoder merced a una sobredosis de kriptonita realista… ¿Te gusta la respuesta o improviso otra?

entrevista-cabrera-03.jpg¿Qué piensas del humor en la poesía? Creo que muchas veces el humor es considerado un tema menor, ¿tú también lo piensas? ¿Cuál es el papel de la risa en la poesía?

Pues me parece un tema tan importante como cualquier otro, es decir, puede ser tan menor o mayor no como el poeta lo quiera (porque la mayoría de las veces éste no tiene el control sobre sus engendros) sino como el propio poema lo exija. En todo caso, no creo que la poesía ni ninguna otra arte deban, para serlo, referirse solamente a lo grave y lo solemne. Si una obra aspira a ser profunda no es necesario que lo sea exclusivamente por la vía de la seriedad, el engolamiento o la impostura. Bastaría recordar a Rabelais, algunos de los mejores pasajes del Quijote, los venenosísimos epigramas de Marcial, los caprichos y las greguerías de Gómez de la Serna, los sonetos de Novo, incluso algunos de los desencantados aforismos de Cioran, para darnos cuenta de hasta qué punto se puede llegar a las cimas de la inteligencia o la sensibilidad por vías distintas a las del excesivo almidón. Creo que contra la cruda realidad, el humor resulta un óptimo Alka Seltzer y siempre es posible recurrir a él, como autor o como lector, para sacudirse un poco la polilla de nuestras jaquecas existenciales, ultrafilosóficas y mega sentimentales. Como las historietas de doña Yolanda Vargas Dulché, que en Gloria esté, la vida está hecha también de lágrimas, risas y amor. Es bueno recordarlo de vez en cuando y buscar el equilibrio.   

¿Crees que es posible escribir sobre cualquier tema o que en realidad siempre se terminará hablando de los mismos tópicos?

Pienso en el mundo, ya no digamos en el universo, como una inagotable fuente temática. Sospecho siempre se escribe desde la realidad, para plegarse a ella o para transgredirla, para confirmarla o refutarla, para celebrarla o vomitar sobre ella y es ésta, en ese sentido, el tópico de tópicos: el Gran Tema. Aunque en un momento dado, por sentimentalismo, comodidad o excesiva cursilería todos parecemos ceñirnos a tres o cuatro temas elementales y lo único que parece modificarse un poco es el tanteo que de ellos hacemos, regido por la época, las aficiones sentimentales y los gustos poéticos de cada quien.

¿Crees que en dos mil años aún exista la poesía?

¡Qué pregunta tan optimista! Ni siquiera sé si vaya a existir en 25, 14 o seis años… en una hora. Sin ánimo de refutar la consigna becqueriana, pienso que, en la medida en que existan seres humanos podrá existir la poesía, pero quién nos dice a ti y a mí que mañana los va a seguir habiendo, quién nos da esa certeza. En todo caso, y para volver a Bécquer, podríamos decir: Podrá no haber poesía,/ pero ¡ah, cómo hay poetas!

¿Por qué leer hoy poesía?

Toma 1: Porque ayer se me olvidó hacerlo y mañana quizá no me dé tiempo…

Toma 2: Porque implica otra manera de entender. Una distinta de las convencionales. Una basada en la comunicación entre semejantes. Una que no se funda necesariamente en las relaciones o los intercambios mercantiles. Una que fomenta la comprensión.

¿Qué clase de patronus crees que crearías? ¿Cuál sería el recuerdo feliz que invocarías para crear el hechizo?

Ya hice uno alguna vez, se trataba de un ciervo transparente (justo el mismo nahual de Harry Potter). Lo raro es que no surgió de un recuerdo feliz sino de una noticia más bien indignante y triste: el asesinato y decapitación, a manos de unos cazadores furtivos a sueldo, del último ejemplar de ciervo blanco en Inglaterra.

¿Cuál es tu libro de poesía de cabecera? ¿Por qué?

No tengo uno en particular… o tengo varios: la Obra poética de Paz, la Poesía completa de Baudelaire editada por Espasa, la de Cernuda, las Obras de López Velarde, las de Pessoa y sus compinches, los tres tomos de la Comedia en Seix Barral, la Poesía vertical completita, Erdera, de Deniz… Quiero decir, libros lo suficientemente voluminosos que sirvan no sólo de cabecera sino también de almohada.

 

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