No. 101 / Agosto 2017


Poéticas de la Negatividad
 
 
Sobre la impropiedad y sus propiedades 
 


Ana Franco Ortuño

El hombre culto, no solo no va a ensuciar así los papeles ajenos,
sino que se abstiene severamente de acercarse, sin un motivo justificado,
a otro bufete que el suyo propio.
Manuel A. Carreño. Manual de urbanidad y buenas maneras


 

Según nos dicen los teóricos, el lenguaje poético altera la significación común mediante la tropología y otros recursos. Para Jakobson una conducta verbal se articula en dos modelos: la selección y la combinación, a partir de principios “más o menos” equivalentes desde el punto de vista semántico. La función poética se construye cuando “(el hablante) proyecta el principio de la equivalencia del eje de la selección (metafórico) sobre el eje de la combinación (metonímico)”,1 lo que dará lugar a una construcción armónica.

Las escuelas de retórica tradicional explican el lenguaje poético como un sistema de sustituciones e intercambios entre el código de lo “propio” (lenguaje referencial, denotativo, útil y racional); y el código poético, literario y, por lo tanto, “impropio” (connotativo y despreocupado de la ‘utilidad’). Según esta visión de lo poético, los intercambios entre uno y otro sistema pueden darse a nivel de palabra (en la definición tradicional de metáfora) o de periodo: verso, estrofa, párrafo (en la metonimia), como si se tratara de las piezas (términos) de un rompecabezas neutro: Tp-Ti (Término propio por Término impropio): A x B; A x a; A por lo que fuere, siempre y cuando A forme parte del código racional o propio.

Sin embargo, quienes estamos habituados a trabajar con lo poético, sabemos que este lenguaje se significa a sí mismo, no a partir de la pertinencia, donde se ubicaría en lo impertinente, sino a partir de la articulación, ingenio o código que el poema propone. Si el código poético fuera un simple sistema de intercambios, no posibilitaría la apertura y la conmoción del contexto en que se lee.

Estas definiciones tradicionales, además, dejan fuera modelos de creación y escritura como los movimientos conversacionales (que idealmente estallan por contexto), concretos (semióticos u otros), visuales (gráficos, etcétera) o una gran cantidad de alternativas entre las propuestas de vanguardia y experimentación. Tampoco, claro, explican a los clásicos.

Señalo tres posiciones que se fundamentan o parten de la visión teórica del intercambio (Tp-Ti) asignado a la metaforología ꟷaunque el tema es muy complejo y se ha discutido por un sinnúmero de autores:

La primera posición se encuentra en la retórica tradicional que asume al tropo como un intercambio entre el sentido de dos términos que pertenecen a dos códigos distintos, el de la denotación y el de la connotación (propiedad-impropiedad):
 
[…] la metáfora (y también los demás tropos) se ha considerado un instrumento cognoscitivo (Vico), de naturaleza asociativa (Midleton Murray), nacido de la necesidad y de la capacidad humana de raciocinio, que parece ser el modo fundamental como correlacionamos nuestra experiencia y nuestro saber y parece estar en la génesis misma del pensamiento, pero que se opone al pensamiento lógico y que produce un cambio de sentido o un sentido figurado opuesto al sentido literal o recto; que ofrece una connotación discursiva diferente de la denotación que los términos implicados poseen, cada uno, en el diccionario, ya que dice Lausberg— “dos esferas del ser son subordinadas figurativamente una en otra” […] De este modo, la metáfora ha sido vista, ya como una comparación abreviada, ya como una elipsis, ya como una analogía o como una sustitución; o bien como un fenómeno de yuxtaposición, o como un fenómeno de transferencia o translación de sentido desde Aristóteles hasta Searleꟷ; es decir, se considera una expresión que significa algo distinto de lo que dice, o se piensa como un mecanismo de interacción semántica.2
 
La segunda postura reconoce un leguaje ‘enraizado en la realidad’ pero difícil de delinear en tanto que niega un sistema ‘lógico’ de partida. En este sentido, argumenta Paul Ricoeur: “Northrop Frye es más exacto cuando dice que la estructura de un poema articula un ‘mood’, un valor afectivo. Pero entonces […] este ‘modo’ mucho más que una emoción subjetiva es un modo de enraizarse en la realidad, es un exponente ontológico.”3 Si bien pone en entredicho la concepción de lo impropio y apunta que el predicado impertinente, como situación, no existe, y aunque pretende reconocer el sistema de tropos sin posicionarlo frente a un referente ‘lógico’ determinado, la consideración ontológica vuelve a subordinar la tropología en términos de racionalismo y, por lo tanto, no se distancia de la idea del código denotativo (dicotómico y voraz) del que se parte.

Independientemente de que los referentes temáticos de un poema sean, por ejemplo, la muerte, ello no implica que el lenguaje, la estructura, la forma, es decir, lo también constitutivo del poema, partan de una ontología. El fenómeno poético no se trata de que el texto per se se posicione con respecto a una lógica otra (racionalista), se trata de que en su propio discurso y con sus recursos implique, o no, la cuestión ontológica (si quiere), sin que por ello ésta se asuma o ‘naturalice’ como constituyente.

La tercera concepción señala que nunca existió lo racional sin una codificación metafórica previa. En el estudio que hace Derrida en su texto Mitología blanca, declara que la filosofía ha basado sus discursos no solo en referentes metafóricos, sino en la negación de la metáfora misma a partir de la regulación que se a-propia y normaliza la alteración, con intención de negarla, para después volver al sentido, en un movimiento circular mediante el que se pretende (y se oculta) el sentido de lo propio:
 
La metáfora es, pues, determinada por la filosofía como pérdida provisoria del sentido, economía sin daño irreparable, pero historia con vistas y en el horizonte de la reapropiación circular del sentido propio. Es la razón por la cual su evaluación filosófica siempre ha sido ambigua: la metáfora es amenazante y extraña con respecto a la intuición (visión o contacto), al concepto (incautación o presencia propia del significado), a la consciencia (proximidad de la presencia para sí); pero es cómplice de lo que amenaza […]4

Es decir, si la metáfora se mantiene en un contexto poético, es impropia respecto al discurso metafísico, pero conserva el carácter positivo del extrañamiento (de la novedad); o, si se asienta en un contexto filosófico, niega el carácter extraño para reinsertarse en un discurso aparentemente regulado, que la niega. 

Frente a la intersección metafórico-ontológica, Derrida parte de Aristóteles y nos recuerda que:
 
Ningún rasgo interno distingue el átomo de sonido animal y la letra. Sólo a partir de la composición fónica significante, a partir  del sentido y de la referencia, se debería pues distinguir la voz humana y el grito animal. El sentido y la referencia, es decir, las posibilidades de significar por un nombre. Lo propio de los nombres es significar algo (Ta de onomata semainei ti, Retórica iii, cap.x, tr. fr., Garnier, pág. 349), un ser independiente, idéntico a sí mismo y enfocado como tal. En este punto la teoría del nombre, tal como está implicada por el concepto de metáfora, se articula con la ontología. Además del límite clásico y dogmáticamente afirmado, entre el animal privado del logos y el hombre como zoon logon ekon, lo que aquí aparece, es una cierta indisociabilidad del sistema entre el valor de metáfora y la cadena metafísica que mantienen juntos los valores de discurso, de voz, de nombre, de significación, de sentido, de representación imitativa, de parecido […]5

De esta manera, desde Aristóteles, la metáfora se justifica y se somete al sistema del logos; se inscribe en la tradición mimética que, a su vez, se desestructurará durante el siglo XIX, especialmente con los movimientos románticos y simbolistas. Derrida deconstruye la apropiación racionalista y reconoce por el movimiento circular que mencionamos, la auto-destrucción de la metáfora filosófica por negación de su sentido inicial; habla también de otra auto-destrucción que pasaría por “un suplemento de resistencia sintáctica, por todo lo que […] desbarata la oposición de lo semántico y de lo sintáctico y sobre todo, la jerarquía filosófica que somete esto a aquello” para así “arrancarle los lindes de propiedad.” Y concluye con la declaración de la muerte de la metáfora filosófica y con el reconocimiento en las concepciones aristotélicas de que la metáfora es “la figura misma de lo que dobla y amenaza […]”; “Ningún lenguaje puede reducir en sí la estructura de una antología. Este suplemento de código que atraviesa su campo, desplaza sin cesar su cierre, confunde la línea, abre el círculo, ninguna ontología habrá podido reducirlo” (311).
 
La metáfora, dice, “interrumpe siempre la marcha de toda representación” (309); y en Oriente sin la apropiación racionalista la metáfora nace poniéndose a hablar, a trabajar, a escribir, suspende su gozo y “nombra la ausencia”, “sea lo que es” (ironiza).

Al identificar, por ejemplo, los mecanismos cronot(r)ópicos de una obra poética, se deconstruye la articulación metáfora-ontología, en tanto que se habitan los tiempos y espacios del texto, con los tiempos y espacios de quien lee, por los recursos del poema. En esta intersección se da lo metafórico (que mantiene y propicia lo extraño del lenguaje poético; que transporta, como los autobuses de la vieja Grecia): posibilidades de suplemento, desplazamiento, apertura, confusión, incomodidad.  

Estas características implican un margen de ambigüedad que ensancha los códigos. La intención o potencia significativa del movimiento metafórico es, por tanto, ilimitada, y conlleva un valor distinto: valor que dependerá del poema (de cada poema). De aquí lo inválido ꟷy lo chocanteꟷ del reclamo por el sentido. Es decir, que viaje el que quiera, fuera de toda subordinación. 




1 Jakobson, Roman: Lingüística y Poética. Madrid, Cátedra, (trad. Ana Ma. Gutiérrez Cabello) 3ª ed. 1985, pp 40.
2 Beristain, Helena: Diccionario de Retórica y Poética. México, Porrúa, 13 ed-reimp., 2004.
3 Ricoeur, Paul: La metáfora viva. España, Trotta-Cristiandad, 2ª ed. 2001, pp. 201.
4 Derrida, Jacques: “Mitología blanca”, en Márgenes de la Filosofía. Madrid, Cátedra, 4ª ed. 2003, pp. 310.
5 Ibid, pp. 276.