No. 66 / Febrero 2014



Nicanor Vélez: rigor y creación


Por Andrés Sánchez Robayna
 


«La noticia corrió enseguida como un reguero por toda Hispanoamérica», me informaban desde México. Lo mismo —me consta— sucedió en España. La desaparición de Nicanor Vélez a fines de diciembre de 2011 sacudió a todos aquellos que en el ámbito hispánico siguen los rumbos de la poesía y conocen un poco su realidad editorial. Y no sólo en el terreno de la poesía: Nicanor Vélez gozaba de un considerable prestigio como responsable de edición de libros muy diversos (narrativa, ensayo, poesía y también esos tours de force que son siempre las obras completas de un escritor). Nacido en Medellín en 1959, cuatro años de estudios en París le habían proporcionado una experiencia viva de la dimensión internacional de los hechos literarios.

El prestigio como editor lo empezó a ganar entre los autores mismos, pero también entre prologuistas, traductores y toda clase de colaboradores editoriales; luego, entre los lectores. Su grado de exigencia y minuciosidad lindaba con un detallismo a veces inverosímil. Ese ojo infalible para todos los aspectos de la edición nacía de su capacidad creadora y crítica. Había en Nicanor Vélez, en efecto, un poeta. Se reveló éste un poco tardíamente (La memoria del tacto, 2002), alcanzó su madurez en La luz que parpadea (2004) y logró en su último libro, La vida que respira (2011), su más alto punto expresivo. Había en él, además, un crítico, y ese crítico estaba siempre detrás de la coherencia y el rigor de sus planteamientos editoriales. Un solo ejemplo: el largo, detenido examen de los textos a la hora de compaginarlos en libro le había llevado a la conclusión de que ciertos libros de poemas no son, en realidad, sino un solo poema unitario (bastará citar Don de la ebriedad, de Claudio Rodríguez). Pudo, de ese modo, formular una teoría del poema extenso que está, sin duda, entre sus mejores aportaciones como crítico.

Mostraba ya Nicanor Vélez esa capacidad crítica en la coordinación de una de las colecciones de poesía más atrayentes del panorama editorial de nuestra lengua. La colección de poesía, en efecto, de Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores —para la que contó con la confianza y el apoyo de Joan Tarrida, uno de los editores actuales más sensibles al fenómeno poético y a su relevancia cultural— se convirtió pronto en una de las referencias centrales para todo lector interesado en el devenir actual de la poesía en español. Repasar el catálogo de esa colección es observar un mapa muy amplio y preciso de la poesía contemporánea, que incluye un número no pequeño de traducciones de poetas de todos los tiempos, desde Shakespeare, Leopardi o Milton hasta Ajmátova,  Trakl o Luzi. La contribución de esta serie editorial al conocimiento y la difusión de la poesía de muy diversas lenguas es a mi juicio uno de los grandes logros de la cultura literaria hispánica de hoy.

Más de medio centenar de títulos hablan por sí solos. Uno de los libros de esa serie en los que Nicanor Vélez puso más empeño fue la antología Las ínsulas extrañas (2002), realizada por Eduardo Milán, José Ángel Valente, Blanca Varela y quien esto escribe. Como hispanoamericano y como intelectual de una generación que había superado localismos inanes, Nicanor Vélez tenía particular interés en propagar una visión unitaria de la lírica hispánica, en la línea que siempre sostuvo Octavio Paz (uno de sus grandes orgullos, digamos de paso, fue haber dado título a un libro del poeta mexicano, Delta de cinco brazos, que Paz creyó idóneo para la reunión de sus poemas extensos). Removió cielo y tierra hasta conseguir que nos comprometiéramos en el proyecto los que finalmente fuimos los antólogos, y supervisó con paciencia y buen tino cada uno de los pasos del proyecto. Transcurridos ya diez años desde la publicación de ese libro, puedo decir que su aportación principal es precisamente la idea mencionada, que preside el volumen y le da su verdadero o más hondo sentido.

Nicanor Vélez: el rigor inseparable del impulso creador, el talento de un editor insustituible.