No. 66 / Febrero 2014



El poeta Nicanor Vélez


Por Julio Ortega
 


Nicanor Vélez es el poeta que todos llevamos dentro. Alguien que escribe sin prisa, de paso, y brevemente.  No escribe poesía, escribe poemas. Escribe porque escribe, a favor de una pausa del lenguaje, conversando con los poetas que admira y frecuenta. Porque sabe muy bien lo que es la gran poesía, a cuya devoción, ahora que lo piensa, le ha dedicado la vida.  Le ha dedicado, quiero decir, cuadernos, anotaciones, fragmentos, imágenes. No es el autor de una obra, es hechura él mismo de la obra que tributa, entre borradores y papeles que el tiempo pule y alguna editorial acoge.  Es el poeta reluctante que rescribe más de lo que escribe, sin énfasis ni demanda. Muy de tanto en cuando le regala a sus amigos un delgado cuaderno de pocos poemas, breves todos, y más entredichos que decidores.  De pronto, leyéndolo, sus elipses nos embargan con la nostalgia del silencio palpado por esta poesía verdadera. Siempre he creído que la emoción estética es una nostalgia de lo genuino.

Pero he aquí que su nuevo libro, La vida que respira (Valencia, Pre-Textos, 2011) es sin proponérselo, una plena revelación.  No sólo porque revela la destreza y certeza de un poeta liberado del lenguaje mismo, capaz de decirlo casi todo con un puñado de palabras, sino porque la noción de que la poesía es la última verdad creíble irrumpe aquí con intensidad y, a la vez, con sobriedad; de modo que da de hablar, por fin, al silencio, y nos hace parte de su lacónica elocuencia. Porque ahora la verdad es lo indecible, pero también aquello que el lenguaje aferra en un puño.

Lo sabe el poeta, y nos dice lo que no se sabe:

El poema celebra
o abre la grieta del silencio;
con el dolor, una secuencia
indescifrable de palabras,
intenta recoger
el gesto, y se hace trazo,
intenta dialogar
con esa parte de nosotros mismos
irreductible a las palabras.
El poema no dice:
crea el misterio con su trazo.
Nunca acaba su gesto:
empieza, siempre recomienza.

(La poesía)


De la poesía, según creo que Nicanor nos confiesa, sólo nos queda su trayecto: aparece y desaparece, pero está cuando no está, y en esa tensa y tersa expectación nos devuelve, impecablemente, sin palabras.

Pero nos queda, entiendo, esa promesa de volver a nombrar, vana y feliz porfía.
Por ello, el poema es también la libertad de los nombres, y la epifanía del mundo en la mirada que recobra una palabra:

Roca que no precisa de alas,
pues cuando se vive profunda
se hunde en el mundo de lo oscuro,
al fondo del abismo:
levita, se alza y vuela como el pájaro,
su más cercano descendiente.
(Sobre la levedad del peso)

El temblor de lo ignoto recorre este libro desde las agonías de la muerte de los amigos, los parientes, y la madre. Pero esta biografía (“La lámpara se enciende./El cuerpo se calcina”) es una meditación sobre la dimensión del “graphos”, de la escritura, más que sobre la “bio” (“en ese hueco de la muerte/vertemos toda nuestra vida”). Y, así, es una reflexión vivencial sobre la propia precariedad. Pero en esa misma dimensión es una lección moral (“nuestra concepción de la historia tiene que ver con nuestra concepción de la muerte”).  La escritura, al final, es una transformación revelada: fuego, pájaro, pez, le dice a José Ángel Valente, son el verbo hecho carne en el poema.  Unas palabras bastan para hacernos libres.


Con mi amigo Nicanor Vélez he compartido muchas horas de conversación amena, crítica, memoriosa, erudita y placentera.  Cuando preparé el tomo de la Poesía reunida de Rubén Darío para el Círculo de Lectores/Galaxia Gutemberg,  lo vi dedicarle tanto tiempo a una coma que me emocionó su pulcritud, y le pedí firmar la edición conmigo. Supongo que me vio tan conmovido que por cortesía aceptó.

Nicanor ha sido responsable de las mejores ediciones establecidas y solventes  de la obra de Octavio Paz, Julio Cortázar, Pablo Neruda y Federico García Lorca. Su trabajo de alquimista editorial estaba dedicado a la poesía. Tanto a Valente como a Blas de Otero. Me doy cuenta, al leerlo ahora, que los dos siempre hemos hablado de los poemas que no hemos leído pero confiamos leer como buenos lectores que lo esperan todo de un poema. No es tampoco casual sino de necesidad que Manuel Ramirez y Manolo Borrás hayan publicado, en el sentido más cierto de dar a conocer, este libro en su magnífica editorial. Pre-textos es una casa donde la poesía vive perdurable y suficiente. Las buena editoriales son espacios públicos, pero no son, felizmente, lugares populosos.

Pocos días antes de morir de su propia muerte, le envié a Encarna, su mujer, esta nota escrita para mi bitácora de “El Boomeran(g)”. Me escribió ella que Nicanor la leyó y le dijo: “Si lo dice Julio, me lo creo…” Nicanor sabía que, siempre, se trata de decir y creer, esa ecuación que hace verdadera al poema y a la poesía; esto es, a sus lectores.

Nicanor Vélez es el amigo más íntimo de la poesía y, por ello, de todos los que todavía creemos en la gracia de lo gratuito.