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No. 66/ Febrero 2014



José Manuel Ruíz Regil
(Ciudad de México, 1968)


Klimt, pintor

Gustavo vive rodeado de ninfas,
jóvenes,
adolescentes que yacen semidesnudas sobre un chezlaunge
en el que se confunde el tapiz del mueble
con el estampado de la tela que las viste.
Andan descalzas sobre la duela del estudio,
salpicada de cromos.
Cotillean en corrillos, haciendo del ambiente
una nube de risas lánguidas que embriagan el oído del pintor
mientras trabaja,
como un murmullo de hojas diáfanas.
El trabaja todo el día –aunque por largos ratos parece no hacerlo-,
sino que endulza su sátira mirada,
mesa su barba pánica y deambula,
mientras la luz devora rostros, comisuras,
mentones, ojos, corvas, hombros, hasta encontrar
el ángulo que no buscaba, la pose, el ademán
que dispara su pupila, acelera el corazón y
secuestra el aliento.
Entonces disimula, algo dentro de su túnica se para,
es el tiempo que seduce lento al instante
y comienza el galanteo con un carbón.

A tientas, casi, ensaya un primer trazo,
un tímido dibujo, una curva, un rayón,
la línea de una espalda.
La hoja en blanco es extensión de la piel,
la mínima torpeza desvanecería el idilio.
El maestro avanza firme, haciendo un trazo sensual
en periferia,
las miradas se tocan, y se siguen,
se buscan y se encuentran donde el papel recibe al punto
y el carbón deja su huella.
El rito mágico de poseer la realidad
ha comenzado.
Los dedos trémulos de la joven navegan
la oquedad entre sus piernas,
las ropas son corolas que recubren los pistilos,
la música gimiente de su gozo asciende
a través del cuello que transpira y se contrae
y libera un canto de sollozos por la pipa entreabierta
de sus labios.
La tarde en Viena es cálida
y la ventana estalla de luz cuando Gustavo
con el pincel erguido arremete ante el lienzo
y fecunda los colores, los mosaicos, los tramados,
los holanes del cuerpo,
los hilones del vestido, y culmina su creación
en un ser nuevo, distinto semejante,
óleo inmortal, tacto textil.