Nostalgia del recuerdo
 
recauderia-como-quien-dice.jpgLa poesía es refractaria a las definiciones categóricas. Hay frases que ensayan contenerla entera y cuya apariencia de verdades axiomáticas se desvanece apenas las dejamos reposar. Una de ellas me corteja desde hace varios años, tantos que, de manera sin duda conveniente, he decidido olvidar la identidad de su autor y presentarla, astucias del distraído, como fruto de mi dudoso ingenio: “La poesía es memoria pasada por la imaginación.” Estas palabras, que algunos poetas suscribirían con entusiasmo, me han abordado con insistencia durante la lectura del más reciente libro de Ramón Cote, bautizado con un verso memorable de Eliseo Diego: “Como quien dice adiós a lo perdido.”
 

No. 66 / Enero 2014


Nostalgia del recuerdo


Por Eduardo Hurtado

La poesía es refractaria a las definiciones categóricas. Hay frases que ensayan contenerla entera y cuya apariencia de verdades axiomáticas se desvanece apenas las dejamos reposar. Una de ellas me corteja desde hace varios años, tantos que, de manera sin duda conveniente, he decidido olvidar la identidad de su autor y presentarla, astucias del distraído, como fruto de mi dudoso ingenio: “La poesía es memoria pasada por la imaginación.” Estas palabras, que algunos poetas suscribirían con entusiasmo, me han abordado con insistencia durante la lectura del más reciente libro de Ramón Cote, bautizado con un verso memorable de Eliseo Diego: “Como quien dice adiós a lo perdido.”

recauderia-como-quien-dice.jpg En todo título asoma un ideal publicitario, lo que facilita la propagación de aquellos que nos escamotean los prodigios que anuncian; esto es más visible cuando se trata de algún préstamo tomado de un autor excepcional. Pero al concluir la lectura de la obra que hoy comentamos tuve la certidumbre de que Ramón se apropió del endecasílabo de Eliseo con todo derecho, o mejor aún, con plenos poderes, pues el ánimo que alienta en él, entrañable y melancólico, se desdobla en estas páginas con hondura, con “insondable sencillez”.

En ellas se percibe como cualidad cardinal esa “gravitación de la memoria” que Eugenio Montejo reconoce en la poesía de Constantino Cavafy. Por encima de cualquier gesto meramente literario, la exploración del pasado se traduce aquí en un correlato casi físico de sensaciones y conmociones inherentes a la pasión de recordar. No en balde el autor ha elegido como epígrafe las conocidas palabras de Rilke: “En tanto no recojas lo que tú mismo arrojaste/ todo será destreza y botín sin importancia.” Ramón se vale de estos versos para decirnos (y decirse a sí mismo) que toda astucia retórica es prescindible cuando lo que se persigue es adentrarse en lo vivido, no para constatar las fatalidades de la Historia sino para reestablecer la postergada dialéctica del hoy y del ayer.

Hay una insistente alusión al pasado en esta poesía. Y hay, de manera simultánea, la tentativa de restaurarlo como presencia. Enamorado de lo que ha quedado atrás, que es como amar lo que ya no se tiene, el autor lucha por traerlo a la página. En ese intento, su ánimo fluctúa entre la angustia y la felicidad. Porque más que hacer la crónica de ciertos momentos memorables le interesa escrutar la condición de semilla, de cosa originaria que anida en ellos. De esa condición misteriosa nace la angustia. Y en la sola ambición de precisar lo entrevisto echa raíces la felicidad.

En el poema, el recuerdo trasciende la sola evocación del ayer y se transforma en la pesquisa del momento originario que anida en ellos, indeterminado y al mismo tiempo esencial. Nada más próximo a la melancolía que esta especie de acecho en la bruma, que sin embargo le demanda a quien lo ejerce una gran claridad, un acto de conciencia. La poesía desemboca entonces en la práctica de una libertad: la de volver atrás para indagar en su propio punto de partida. La melancolía, sostiene María Zambrano, “borra la angustia”. El poeta “no vive propiamente en la angustia sino en la melancolía”. En la exploración del pasado late un germen de independencia y creatividad. Ramón Cote ha sabido reconocerlo y avivarlo. 

Somos tiempo –y la certeza de perderlo. Pero ese tiempo es otro cuando se ha comprendido que en cada hombre se forja y se consuma el transcurrir de todas las cosas. Porque en esa perspectiva el horizonte de los seres humanos, huéspedes y testigos privilegiados del devenir cósmico, no tiene fin. Esto, nos dice de nuevo Zambrano, el que las cosas del tiempo se cumplan ahí donde se fraguan, “en la condición humana misma”, es el punto de inflexión para el nacimiento del presente. No hay duda de que en la obra de Ramón respira esa conciencia; gracias a ella, el recuerdo cobra en su poesía la fuerza inaugural de lo que vive haciéndose. Atentos a esos instantes de ruptura con los automatismos cotidianos que todo pasado resguarda, sus poemas hurgan en lo vivido para que la presencia florezca.

Un personaje recurrente de este libro es el poeta/testigo. La voz lírica proviene, a menudo, de un raro espectador que, sin abandonar el rincón de su escritorio y asomado a la pequeña ventana contigua, se desplaza por las distintas dimensiones del tiempo. Es un viajero y un fisgón empedernido: junto con los seres y las cosas que frente a él ocurren se mueve hacia el pasado y el futuro, al tiempo que intenta registrar el presente vertiginoso de todo lo que mira. En sentido estricto, él mismo encarna el presente; es el eje invisible en torno al cual se mueve, como alrededor de un Dios ambiguo, lo que ha de ser, lo que es y lo que fue:

A las dos de la mañana de un sábado cualquiera
este es el escenario: primero se escucha un sonido
similar al de la lluvia acercarse desde lejos, luego la luz decidida,
rasante, y después su repentina desaparición.

Al verlos pasar así decido que los que aparecen por la izquierda
viajan hacia el pasado y los que van en dirección
contraria se dirigen al futuro.

Observo desde mi ventana oscura la noche
y soy los que se van y también los que vienen.
Soy ellos y soy yo y soy el presente,
el testigo de su fugacidad. El mundo afuera

está en movimiento y como un búho muevo el cuello
para mirar oculto lo que sucede en ambas direcciones.

El paisaje de fondo es la ciudad. Las urbes posmodernas se han vuelto parte de nuestros rituales del adiós. No hace tanto, las ciudades fueron el lugar de nuestros fervores progresistas; hoy son espacios que constatan la propensión al desvanecimiento de toda fábrica humana. Para Ramón la ciudad, amada irrenunciable como esas mujeres que han sido compañeras y cómplices de toda la vida, es también el espejo de nuestras claudicaciones y nuestro empobrecido rol de ciudadanos. Las monedas que al final de cada día sacamos de nuestros bolsillos y que solemos ordenar con singular esmero sobre algún mueble, son la constancia triste de un intercambio desigual: el de nuestras vidas por unas mercancías a menudo excusables. No obstante, la ciudad todavía es capaz de ofrecernos, a la vuelta de alguna esquina imprevista, la oportunidad del pasmo. Y esta simple posiblilidad alcanza para que unos cuantos flaneurs tardíos recorran esperanzados el arduo laberinto de sus calles.

Una buena porción del arte contemporáneo echa raíces en la necesidad de refundar la ciudad sobre el enorme baldío dejado por aquella que alguna vez operó como centro espiritual de creadores, filósofos y estadistas. ¿Será posible reinventar los mitos y tradiciones que sean su fundamento? No lo sabemos. Por lo pronto, las ciudades que nos ha tocado vivir favorecen el surgimiento de un arte que habla de discordia y desarraigo. Asientos de unas maneras inéditas de sentir, imaginar y crear formas, el arte que alientan surge de una carencia, pero también del deseo de engendrar una visión capaz de llenarla. En ese empeño se inscriben muchos poemas de este libro. Uno de ellos, el que se titula “Cuándo decidí que esta ciudad fuera mi ciudad”, nos regala esta conmovedora declaración de amor y de compasión por una ciudad que el poeta se empeña en rescatar de las defecciones de la memoria:

Uno se va enamorando con resignación de sus montes
y de su milagrosa luz metálica de un martes a mediodía,
y poco a poco se comprende que su desorden y sus basuras,
sus escombros en las calles y sus diarias demoliciones
se van pareciendo al propio corazón.
[…]
Cuánto nos parecemos a las ciudades que amamos
y cuánto nos vamos pareciendo a las ciudades que perdimos…

Se ha dicho que toda poesía arraiga en un secreto deseo de volver a un punto de partida que puede adoptar formas diversas: Edén, patria, comarca o ciudad.  Sea cual sea el nombre de ese mítico umbral, el poeta no quiere asumir su pérdida como inalterable y su búsqueda está punteada por un continuo afán de reparación. Pero no aspira a salvarse solo: su destierro es también el de la tribu, y su ambición la de “aquel para quien ser sí mismo no tiene sentido” (Zambrano). Si no puede comunicarlo, su proyecto de reparación se desvance. Por eso la poesía no es, en sentido estricto, una tentativa individual: es un empeño colectivo cifrado en una voz mediadora.

No es a sí mismo a quien el poeta busca sino a todos y a cada uno. De ahí su imposiblidad de asumir una identidad, esa condición que una forma muy extendida de ver el mundo postula como cualidad definitoria del hombre. Al reflexionar sobre la seguridad y el aplomo visibles en los rostros de sus contemporáneos y, claro está, ausentes en el suyo, Ramón se adentra en este asunto, el de la presunta identidad, con voz fingida de preocupación. Pero esa voz apenas disimula un sarcasmo, en el que a su vez asoma un sentimiento de orgullo, de triunfo final. Con  expresión de “perro perdido en la autopista”, reclama una máscara que pueda dotarlo de algo semejante a una identidad. Reclamo irónico: hace mucho, lo sabe a conciencia el autor, que vive de voces y máscaras diversas. En este libro nos convida una muestra significativa de su repertorio.  

Hay rasgos en estas páginas, sin embargo, que le otorgan unidad a las múltiples voces del poeta. Entre ellas uno que, lejos de presentarse como un mero gesto de estilo, parece emerger de una necesidad apremiante: me refiero al registro puntual de lugares, fechas, estaciones y climas. Se trata de una característica representativa de esta poesía, no sólo porque la distingue de cierto gusto, bastante generalizado, por la indeterminación, sino porque confirma la voluntad del poeta de revelar los detalles espacio/temporales que han rodeado sus verdades profundas. Esos detalles dan fe de que el poema ocurre en momentos y bajo condiciones que son de este mundo. Hay un clima y una luz distintivos en la multitud de imágenes que conforman la imagen imborrable de una vida. La novedad de la lluvia irradia entera cuando el sentimiento, que siempre es fecundo, la ilumina:

Recuerdo que llovía
cuando nos despedimos,
cuando nos dijimos adiós
por última vez,
porque siempre hay una primera vez
en la útima vez.

Bajo el sol  de cada día, todas las cosas son primeras cosas. Nacida de la pluma de Roberto Juarroz, esta divisa parece atravesar los poemas en prosa de “Árbol en cuatro tiempos”, la tercera sección de este libro. Aquí el autor nos transporta a un territorio fabuloso y, al mismo tiempo, familiar. El encuentro con una luz no usada, junto con la sensación de estar ante uno de esos “instantes genésicos” que tanto amó Ungaretti, nos permiten adentrarnos en él  con el asombro de quien ha vuelto a las provincias de la infancia y le es dado mirarlas, por unos momentos, con los ojos y el ánimo del niño que fue.

Son textos que se ordenan a partir de una metáfora seminal, cuyos términos de semejanza y de identidad son una bandada de garzas y un árbol: las garzas, al descender al árbol por la tarde, dibujan y prefiguran la copa que habrá de acogerlas; y el árbol se inquieta, ondea,  parece abolir su fijeza como poseído por un remoto impulso de traslación. Luego, bajo el amparo de la noche, garzas y árbol se fusionan en un rumor de hojas, plumas y pájaros en celo. Hay en estas prosas una extraordinaria condensación, tan radical que por momentos contrasta con la andadura, mucho más relajada, de los poemas en verso. De forma que podría parecernos paradójica, Ramón tiende a ser más prolijo y narrativo en los textos versificados, como si la prosa le demandara un empleo más justo del lenguaje, un trazo más firme, sin titubeos. En estas prosas poéticas, en cambio, propone una tensión distinta. Es por eso, sin duda, que en ellas resuena un espíritu epifánico, el eco de una verdad revelada cuyo detonador, lejos de ser religioso, es a todas luces lingüístico.

Esa verdad es, en este caso, el de una presencia que se fuga: la del árbol y su réplica instantánea en el vuelo ideográfico de las garzas. No es común en los tiempos que corren esta visión del mundo como experiencia inmersa en la totalidad del tiempo. El predominio del mercado ha producido sociedades “ahoristas”, incapaces de sustentar los lazos con el pasado y el futuro. De forma paradójica, o quizá como consecuencia de dicha incapacidad, ese ahora tan celebrado se ha convertido en una bruma en constante dispersión. “Si uno vive sólo en el presente corre el riesgo de desaparecer con él”, sostiene Juan Goytisolo. Junto al olvido de lo transitorio se alza un espejismo de inmortalidad. Transformada en objeto de consumo, la inmortalidad misma se oferta, dosificada, en grageas del GNC. Todo es etéreo y volátil, como la economía que tutela nuestras vidas.

Hija del tiempo y la memoria, la poesía de Ramón Cote se sitúa en el polo opuesto de una civilización que se impone glorificar las bondades del “aquí y ahora”. En la sección que cierra el libro, “Apropiaciones indebidas”, el autor traza el inventario de sus muertos, que es también el recuento sus muertes. Al hacerlo, se apropia de ese amoroso sentimiento de fatalidad compartida que está en la base del pensamiento humanista. Los muertos son para él agentes de una pasión quemante por la vida. Son, como las nubes en la noche, fieles emisarios del tiempo:

Nubes en la noche,
amores que nunca fueron, amuletos que perdieron
su poder, departamento de objetos perdidos
que ya nadie reclama. Sin embargo
esas nubes indefensas, inofensivas
son tiempo, señal de que la tierra gira
y pasa levemente por encima, en lo más oscuro
del cielo, vestido con nuestras camisas blancas.