No. 66/ Febrero 2014



Nicanor Vélez, in memoriam


Por José Luis Pardo
 

 

Conocí primero a Nicanor Vélez como editor de poesía (y lingüista finísimo), con ocasión de algunos de sus muchos proyectos para la colección de poesía que de una manera tan exquisita fundó y dirigió durante años en Galaxia Gutenberg, una colección que, además de ser modélica en todos los aspectos, tiene mucho de autobiografía literaria, es decir, que en ella se mezclan, aunque de un modo imperceptible para el lector exigente al que van dirigidos los libros, lo personal y lo público, como seguramente ocurre de forma inevitable siempre que se trata de poesía. Lo que tuve ocasión de comprobar en este terreno es algo que todo el mundo sabe hoy, no sólo quienes le conocimos, sino todos los que disfrutamos del resultado de su trabajo, es decir, el cuidado que siempre puso en sus proyectos, su empeño en ocuparse de los libros hasta el último detalle y su compromiso con lo que, si no estuviera la palabra tan envilecida y desgastada, podríamos llamar la excelencia en el acabado de sus criaturas editoriales. Un cuidado que iba mucho más allá del buen oficio —que sin duda tenía—, y que subordinaba cualquier otra consideración profesional a la elección de lo mejor (el mejor traductor, el mejor comentador, la mejor tipografía…), aunque ello le ocasionase no pocos problemas en el orden material de la colección. En este sentido atesoraba un saber y un buen hacer que, aunque no sean inéditos en este campo, escasean y por ello son especialmente de agradecer, como todo lo que reúne el esfuerzo con la delicadeza. Los frutos de estos empeños preservan del olvido esta labor impagable.

Sólo después de aquello conocí al Nicanor Vélez poeta, aunque por otra parte era casi inevitable que aquel cuidado y aquella elegancia en el trato con la poesía procedieran de una relación íntima con la poesía no solamente en términos de lectura, sino también de escritura. Entonces me sucedió algo parecido a lo que contaba Fina García Marruz que le había ocurrido a ella con ciertos parientes suyos de quienes había oído contar, de niña, que tenían una especial destreza bailando el danzón; muchos años después se dio cuenta de que, aunque compartía el entusiasmo que sobre ellos reinaba en su casa, nunca les había visto bailar, y que por tanto había identificado esa destreza en el baile con sus ademanes seguros y distinguidos al caminar, con el porte con el que gesticulaban o con la presteza y agilidad con la que llevaban sus ropas y usaban la palabra cuando la visitaban. Yo también, al conocer la poesía de Nicanor, empecé a identificar su facilidad para lo difícil, su claridad en el trato, los movimientos de sus manos, la viveza de su mirada y de su lenguaje y su artesanía y su franqueza en el trabajo con el ritmo de unos versos que llevaba siempre guardados en algún lugar de su organismo y que sostenían la amabilidad de su presencia de una manera discreta pero constante, como la música a la que su conducta no dejaba de poner letra y que se colaba, por decirlo a su manera, en las grietas de sus silencios en las que se acomodaba su palabra. Esas grietas, que perviven en su obra de editor y de poeta, nos impiden dejar de echarle de menos.