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portada-guardian-baja.jpg El guardián del fin de los desiertos. Perspectivas sobre Valente
José Andújar Almansa y Antonio Lafarque (editores)
Pre-textos
Valencia, 2011

Por Juan Carlos Abril
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No. 66 / Febrero 2014




Hubo unos años, no hace demasiado tiempo, en que leer a José Ángel Valente era incompatible con leer a Jaime Gil de Biedma. Fueron años en los que la poesía española se había polarizado entre la poesía de la experiencia y la poesía de la diferencia, entrando una y otra en un breve lapso de seria decadencia, repitiendo sus discursos y automatizando tics, escenarios y personajes. Eran las secuelas de lo que habían sido dos grandes escuelas que nunca fueran antitéticas, pero que polarizaron los debates y discusiones de buen aparte de los años ochenta y noventa. Lógicamente, de todo aquello quedó lo verdaderamente bueno, Gil de Biedma había sobrevivido a su muerte, a pesar de las modas y de su caricaturización por parte de no pocos poetas, al igual que Valente, quien vivió algunos años más —no demasiados más— y que también tuvo ocasión de comprobar cómo sus seguidores lo imitaban con no demasiado esplendor. De lo que se deduce algo muy elemental: la buena poesía no atiende a escuelas ni estilos sino que cumple una serie de objetivos básicos, impactando de un modo u otro en los lectores, pellizcando, chocando. Ni siquiera la tan manida o manoseada teoría de que un poema debe emocionar es válida, teniendo en cuenta la formación y gusto de los lectores, su estado de ánimo, su predisposición, etc., como afirma T. S. Eliot en The Sacred Wood (1920): “La poesía no consiste en dar rienda suelta a las emociones, sino en huir de la emoción; no es una expresión de personalidad, sino una huida de la personalidad”. La cita, por cierto, y viene totalmente a colación, está extraída del ensayo —incluido en el volumen que nos ocupa— de José Andújar Almansa titulado «El limo y la ciudad celeste», un ensayo de cuarenta páginas que nos da el calibre de lo que vamos a encontrar en El guardián del fin de los desiertos. Perspectivas sobre Valente, el libro del que aquí queremos dejar constancia, en edición del propio José Andújar Almansa y Antonio Lafarque, y publicado pulcramente, como acostumbra, por la editorial valenciana Pre-Textos.

José Ángel Valente como ningún otro —aunque por extensión, cada uno a su modo, la Generación del 50 en conjunto también lo hizo— tuvo en cuenta esta premisa de que la emoción no puede ni debe ser el único medio para punzar al lector, que el poema debe respirar y dejar paso en el silencio a su propia voz, del que se nutre, sin atender a desahogos internos o búsquedas de lector ideal. Y si su trayectoria, desde A modo de esperanza (1955) hasta Fragmentos de un libro futuro (2000) siempre estuvo jalonada por hitos líricos, que marcaron la pauta de la poesía en lengua española y que lo convirtieron en uno de los grandes poetas europeos del siglo XX, fue quizá en su última etapa, ya cuando el poeta gallego se estableció en Almería, en el lejano sur, y se intensificó de manera inusitada su escritura, adquiriendo a un mismo tiempo transparencia y temblor, claridad y fulgor, huyendo de cualquier atisbo metafísico pero adentrándose en la capacidad celeste que tiene la palabra por albergarnos. Lejanía y hondura, eso representaba ese nuevo enclave en el que arraigó. Y ese lugar no fue otro que Almería, a la que denominó “ciudad celeste”, donde se estableció desde 1985 atraído por la influencia sufí y la luz, que había descubierto —o mejor dicho redescubierto— como en ningún otro sitio.

Quisiéramos crear una palabra, una sola palabra, que fuese igual a este espacio quieto e infinito donde, sin embargo, el mundo muere y nace al otro lado de su propia imagen. Cataclismo final. Teología de la luz celeste. Hemos seguido el sol desde hace mucho, desde el comienzo de los tiempos, dicen. Lo hemos seguido. Se va más allá, del otro lado de sí, se sume en el costado opuesto de la luz, herido por la lanza. Cáliz, este espacio de fuego, grial de sangre, donde humillo mis fauces. Inexhausto.

Palabras del propio Valente de su texto titulado Perspectivas de la ciudad celeste, recogido en Variaciones sobre el pájaro y la red (1991), y que son un bonito homenaje a Almería, una meditación sobre la historia de la ciudad pero también sobre una forma de ver la vida, de contemplar la realidad.

De un modo u otro, los hallazgos expresivos de Valente son insuperables y su voz perdura en aquello donde se posó. José Ángel Valente desarrolló a partir de mediados de los ochenta, ya sin pudor alguno, aquellas temáticas que venían conformándose desde hacía años como sus predilectas, esto es las grandes tradiciones místicas —árabe, judía, y de extremo Oriente—, elaborando un imbricado pensamiento metafísico que tendrá correlato siempre en el poema y en la metapoesía, en el propio brotar de la escritura y en su ejecución procesual. De esta época, inaugurada con Material memoria (1978), surge también la denominación de una escuela que él encabezó (que desde ahí se remonta, también como una suerte de contestación al venecianismo), la de la poesía del silencio (luego también degenerada en lo que se llamó poesía de la diferencia), que concitó animadores y detractores casi hasta hoy mismo: “Un poema no existe si no se escucha, antes que su palabra, su silencio”, afirmará no sin razón el poeta gallego, recordando quizás una frase lapidaria que a él le gustaba repetir de otro poeta —y amigo— admirado suyo, Edmond Jabès: “El desierto es bastante más que una práctica del silencio y de la escucha. Es una apertura eterna.” Con Jabès vivirá no pocas afinidades durante las últimas décadas, en los ochenta y noventa, precisamente en la época en la que vivía entre París y Almería.

De este modo, Valente situaba su tradición en el corazón de la modernidad, y de este modo también El guardián del fin de los desiertos. Perspectivas sobre Valente es un volumen muy recomendable que concita a autores, especialistas y críticos de primera talla, con textos muy valiosos que desde aquí sólo nos queda recomendar, surgido a partir de los actos conmemorativos del décimo aniversario de la muerte del poeta. Tal y como se nos dice en el prólogo de esta magnífica colectánea: “En el fin de los desiertos aguarda la transparencia definitiva del lenguaje, los espejismos de la subjetividad igual que la identidad cambiante de sus arenas, la naturaleza del silencio como señal o signo… Y también la memoria del sur como memora de la luz, esa otra imagen invertida de los desiertos”.