No. 66 / Febrero 2014 |
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Nadie mejor que Charles Baudelaire encarna para la literatura francesa –y quizá no sólo para ésta- la figura de la transición entre el romanticismo y la modernidad. Hay en él la conciencia de una ruptura con un modelo de orden –moral, literario, social- que había dado ya claras muestras de su caducidad. Hay en él la negación y, a la vez, una incurable nostalgia por ese mismo orden al que rechaza, como buen maldito, desde su conciencia de hombre caído. Lo que no deja de sorprender en sus Flores del mal –más allá del escándalo y la consecuente censura de la época- es la maestría de su ejecución en complicidad con temas y motivos inéditos en la poesía francesa. “Al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo”, decía. E inventó entonces el poema en prosa que habría de llegar hasta nosotros aclimatado, en su momento, por los Contemporáneos. (El lector puede acercarse a la admirable traducción de El spleen de París realizada por Margarita Michelena para el Fondo de Cultura Económica.) Baudelaire en verso es imposible de traducir y es precisamente por eso que vale la pena intentarlo. La prosodia de sus composiciones, ya sea que traten de un cadáver que se pudre a la orilla del camino o de una mendiga pelirroja, es exquisita. Ofrezco aquí mi versión de uno de sus gatos, por los que experimentaba –como su venerado Edgar Allan Poe- una completa fascinación. Charles Baudelaire murió en París, a los 46 años, el 31 de agosto de 1867.
su timbre es tierno y discreto; Esta voz que adorna sin ultraje Ella adormece los más crueles males que venga tu voz, gato misterioso, II Es el espíritu familiar: Cuando mis ojos como imanes veo cómo, asombrosamente, |
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