No. 66 / Febrero 2014



Trescientos cerezos

Por Alfonso Alegre

A Nicanor

Sólo existen el bien y la ausencia
José Lezama Lima



UN ÁRBOL es un árbol, es un árbol, es un árbol, es una rama, es una rama, es una flor, es un estambre. Tu mano toca el tronco, siente la savia que sube, la sangre, todo el sueño del tiempo en el instante único del tacto. El árbol, el árbol hermano de tu cuerpo —el tronco, la rama, la flor, el aire— se estremece, sin por qué.


TRESCIENTOS cerezos son una exageración muy tuya, querido Nicanor.


LAS VOCES nacieron para iluminar la noche; yo digo tu nombre y mi voz abre en el cristal infinito tu imagen, y por fin, en ella, el agua. Y qué hacer ahora, dime; todo sigue como cuando tú estabas con nosotros, el ver del hombre aún continúa pendiente; las manos esperan todavía el movimiento sagrado de la danza, de la escritura; el pensamiento viene y nadie lo recibe —el mismo umbral de anhelo e incertidumbre que compartíamos contigo. La luz que de la soledad se desprende crece del tiempo que soñamos, cada sentido toca la ausencia, y el ser bebe en lo invisible, vivo hacia su nada.



CONSTRUIR el vacío que sepa contener la ausencia; hubo aquí un amigo, respiramos su luz, la certidumbre del bien. Extiendo ahora mi mano, la abro en el espacio, miro las señales del tiempo, una a una, las articulaciones que despliega la misteriosa danza del ser.

Construir el vacío que sepa contener tu ausencia.

Barcelona, noviembre de 2013