No. 66 / Febrero 2014



Todavía no

Por Jenaro Talens
 

Quienes nos dedicamos a este extraño oficio de la literatura solemos estar expuestos a dos peligros igualmente dañinos: la prisa y la vanidad. No estoy seguro de que uno sea peor compañero de viaje que el otro. La vanidad lo parece, en un principio, por el hecho de empujarnos a la absurda creencia de que somos más importantes de la cuenta y, sobre todo, mucho más que la propia obra en la que deberíamos disolvernos. La prisa, sin embargo, nos lleva a olvidar que lo que verdaderamente cuenta en esta empresa –tan dura y tan apasionante a la vez– reside más en asumir la paciente labor del artesano que en dejarse llevar por los cantos de sirena de una (inexistente) intuición «artística».

Octavio Paz comentó en una ocasión, tras haber conocido personal¬mente al poeta norteamericano Williams Carlos Williams, que lo que más le había sorprendido era encontrarse frente a alguien poseído por la poesía pero ajeno por completo a los fuegos de artificio del estatuto social de «ser escritor». Pocas veces una descripción similar puede ser aplicada a alguien con más propiedad que a Nicanor Vélez.

Si algo aprendí de Nicanor, desde que tuve la suerte de que nuestros caminos se cruzaran a principios de este nuevo milenio, fue, precisamente, que la paciencia es un arte y que asumir la importancia del trabajo bien hecho es mucho más importante que someterse a la lógica mediática de los escaparates o a la falacia nada simbólica de los mercados.

No es sólo que respondiera con modestia y sin perder nunca la compostura a los arrebatos, a menudo intempestivos, de aquellos a quienes colaboraba a poner en el mapa, sino que sabía (y utilizo el verbo con toda propiedad) no ceder nunca a los embates de la banalidad. Cada vez que regresaba, sin descanso, a una página para revisar la estructura gramatical de una frase o los inconvenientes de una puntuación precipitada o inconsistente, o cada vez que se empeñaba en corregir terceras y cuartas pruebas, muchos tendíamos a exclamar: «pero Nicanor, si ya está perfecto», a lo que Nicanor respondía sin levantar la voz, «todavía no».

Una de las virtudes de la sabiduría es saber priorizar las cosas, y Nicanor anteponía el trato humano y la calidez de las relaciones personales a la literatura. Era, como diría Machado, en el buen sentido de la palabra, bueno, algo que no abunda en el medio intelectual y eso lo convertía en excéntrico y desconcertante pero, también, en alguien capaz de despertar ataques de ternura.

A los poetas se les lee, se les admira y se les clasifica en las estanterías. Pocas veces se les quiere y se les echa de menos cuando desaparecen de nuestro lado (no hay nada más insoportable que un poeta que asume su papel las veinticuatro horas del día). Nicanor pertenecía a esa rara minoría de escritores que uno está obligado a querer sencillamente porque sí y eso hace que su muerte nos afectase de manera tan inesperada como poco común.

Sé que es un tópico decir que no olvidamos a quienes ya no están entre nosotros, pero si su recuerdo se metaboliza hasta el punto de integrarse en nuestra cotidianeidad, el milagro es posible. Susana, mi mujer, a quien Nicanor siempre le pareció excepcional, incluso ha incorporado a su vocabulario una frase que me repite cada vez que quiero dar por concluido un trabajo que, en su opinión, necesita reposar: «recuerda lo que decía Nicanor, todavía no».