No. 66 / Febrero 2014



Voy a escribir de NIcanor sin él. No sé qué voy a escribir


Por Antonio Gamoneda
 


No lo sé; ciertamente, no lo sé. ¿Un texto de homenaje, convencional, explícito, emotivamente fraseado, a Nicanor Vélez? Mejor no; no es lo mío, y el texto, finalmente, sea como sea, va a  entenderse acorde con la ocasión. Decididamente, aun no sabiendo bien por qué, un homenaje según una convenida norma literaria, no. No quiero hacerlo; creo que no sé hacerlo y, además, Nicanor, Nicanor mismo, no puede ya recibir homenajes. Si yo lo hiciese, el homenaje  retornaría, sin provecho, a mí. Tengo que hacer el texto de otra manera. De otra manera que también desconozco y que, me parece, seguiré desconociendo hasta su punto final.

especiales-65-velez4.jpgCon Ángel Campos Pámpano en Lisboa. Año 2006

Abro, esto lo tengo claro, un tiempo de escritura penetrado por el recuerdo, por la vivencia negativa cuyo nombre no sé, de que Nicanor me falta. Empiezo a reparar (con desconcierto, con dificultad) en que Nicanor no me falta sólo y exactamente por motivos que pudiera decir de ausencia, sino por el motivo más recio (tristemente admitido por la costumbre sin alcanzar a comprenderlo) que decimos  desaparición.
Es ciertamente difícil comprender la desaparición, comprender el no ser; casi tan difícil como la comprensión del ser; del ser, sobre todo, en nosotros mismos, del ser “yo en mí”. Cuánta extrañeza.

Extrañeza grande y pungente ahora y aquí, sobre el papel casi todavía en blanco. ¿Por qué? Porque Nicanor (permanezco, como se puede ver, en la extrañeza) era otro en mí, era él en mí. No se trataba, simplemente, de que una  representación suya permaneciese en mi ánimo; se trataba y trata, del accidente mayor (¿presencia?) que se da en cuantos humanos se sienten unos a otros ¿entre sí?, ¿en sí? en razón de ¿amistad?, de ¿amor?, de ¿coexistencia? No; de coexistencia, no. De consistencia. Luego diré.

Se trata, pues, de algo que, a mi entender, excede a la empatía, y, en su día y en un exceso contrario, a la muerte. De la empatía, dicen los diccionarios, más o menos: “Capacidad de una persona de participar en (algunos dicen ‘identificarse con’) la realidad (…) de otra”.

He hecho trampa, que los diccionarios estropean la noción a causa de su “realismo” académico y restrictivo. Confieso la trampa: más o menos también, donde he colocado los tres puntos parentizados, los diccionarios añaden “afectiva”  o “afectivamente”. Estropicio, torpe prudencia, restricción académica.

A pesar de los diccionarios, Nicanor fue un  ser en mí. El cesar, la desaparición de Nicanor en mí, no es susceptible deverificación ajena, pero sí lo es para mí, que lo siento: me ha disminuido íntimamente, me ha hecho “morir”, yo mismo, en una parte y medida indeterminadas por ilocalizables y por inmensurables, pero ciertas, dado que, ya está dicho, las siento; las siento reales, en semejanza, por ejemplo, con la incuestionable realidad del ahogo de quien siente que se ahoga, aunque no exista causa orgánica ni ambiental que motive el ahogo, que se ha originado en algún “lugar” de su conciencia.

Busco inútilmente mejor explicación en los laberintos lingüísticos de los que no acierto a salir: ¿consistencia de Nicanor en mí?, ¿con(ex)sistencia  de Nicanor en mí? De “consistir” vienen a decir los inútiles diccionarios, en terceras o cuartas acepciones: Ser (en) otro ser, o estar constituido por otro ser, o también, ser lo mismo. Perdularias polisemias o lo que sean, en el caso de que lo sean. Y peor lo pongo yo jugando con precarias homofonías. En fin, doy en “jugar” a una semántica imposible porque no se me ocurre nada mejor, pero ¿qué extravío es este de “marear una perdiz” que ni siquiera sé si es tal “perdiz”, cuando lo que ocurre, simple y desdichadamente, es que Nicanor me falta? No puede haber otra explicación que no sea la de que “juego a la defensiva”, pero, incluso dando la jugada por tolerable, la tolerancia no puede ser más que transitoria: Y ¡ya está bien!

Cuanto llevo dicho no es otra cosa que enredos y extravíos, me doy cuenta. ¿Qué quieren que haga si yo mismo estoy y voy enredado y extraviado? La ocasión es que se me dijo: “Escribe de Nicanor”, y, puesto a hacerlo, advertí que  se interrumpía el natural proceso de apaciguamiento del recuerdo, y que, ocasionalmente, no podía o no quería confesarlo (estoy, aquí, faltando al propósito; lo sé y no rectifico; la escritura ha rodado así), ni añadir tristezas, ni hacer nostalgias del Nicanor que fue y de las virtudes que en él fueron. No sabía ni sé qué escribir  y di, agarrado por un pensamiento o algo parecido (un pensamiento impensado, larvario, en el mejor –y en el peor –de los casos), en nombrarle en su con(ex)sistencia conmigo. Sea lo que sea, para bien o para mal, hecho está. Pero sí, aunque sea mínimamente, tengo que dar alguna señal de  que, aunque no me retracte ni haga tachadura, lamento haber entrado  en los extravagantes equívocos; una pequeña señal. Volver a exclamar, por ejemplo. Lo hago: ¡Basta ya!

Me apeo, pues, del enredo. Lo hago con las ayudas que se verá, pero, antes de las ayudas, algo diré sin ellas; algo que, desconcertando mi cabecera de reparos, sí quiero decir.

Sin Nicanor, todos mis libros pasados  (menos uno), reunidos en Esta luz, no serían los que son. Nicanor no era sólo un experto (inigualable, quizá) director de ediciones; Nicanor era un poeta (poeta, a pesar de no serlo ya él mismo, lo sigue siendo), pero no un poeta cualquiera, sino un poeta, cuando necesario era,  externalizado, captor (les pido que sigan sin mirar los diccionarios). Quiero decir que, permaneciendo en función de poeta, hacía externas sus propias capacidades como tal y hacía también suya la poesía del otro, de los otros (y la prosa; sobre todo cuando la prosa tenía radicales poéticos). Nicanor miraba el poema y no sólo lo miraba: lo veía. Lo veía en su sentido –en su pluralidad de sentidos en los mejores casos– y también lo veía en su sintaxis, en su morfología, en sus sílabas, en su rítmica en sus “blancas” (así decía él, “blancas”, a los blancos interlineales),  en sus quiebros versales… Lo veía, lo internalizaba como poeta, y lo volvía a ver cuando, sucesivamente, lo externalizaba como poeta y como editor. Me explicaré; me explicaré mejor, que advierto  que permanezco rebuscador y subjuntivo (permanezco “a la defensiva”). Me explico.

Nicanor respetaba al poema (y al poeta), pero, viéndolo, advertía, siempre por ejemplo, un descuido formal (un descuido formal que, necesariamente, había de ser también un descuido esencial) y te llamaba: “¿No habrás puesto una ‘blanca’ de más (o de menos), que parece  que sobra (o que falta) aquí silencio? Porque esto vale por silencio, ¿no?”. O también: “¿No habrás olvidado aquí el corchete?, que yo creo que éste es un versículo largo y así da la sensación de que son dos versos”. Etcétera.

especiales-65-velez5.jpg
En la Toscana. Viaje a Italia en el 2010
Así hacía Nicanor conmigo y, estoy seguro, con todos. Sólo un poeta puede ver el poema en su  forma  profunda,  y  sólo  un  poeta/editor  consumado  puede  ver  tal  forma   profunda, en  una pre-visión de su aspecto sensible, puesta en página. Nicanor sabía cómo ha de darse la sugestión visual del periodo rítmico, del silencio, de la precisión o de la rupturas expresivas, de… , y esto no lo sabe un editor “a secas”.

Los anteriores puntos suspensivos pretenden aludir a “un mucho más”; a un mucho más aquí inabarcable. Yo me he limitado a anotar un par de experiencias mías. Habría que escribir un Tratado de Nicanor. No conocí, no conozco y, probablemente, no conoceré a nadie capaz de tanto.

“Burla burlando” (no burlándome de nadie ni de nada, si no es de mis inseguras decisiones, y hasta de mis contradicciones, que las practico y por el papel andarán), replicándome, tapando y destapando con  harapos ontológicos  (roídos, seguramente, por materialismos visionarios) mis enredos y extravíos, acierto a recordar, antes de  dar en el punto final, que prometí decir algo, asistido por ocasionales ayudas. Voy a ello.

Ayer, iniciada ya esta escritura, abrí un poemario de Nicanor, y habiendo releído, al azar, unas páginas, en una de ellas, saltó a mí una “chispa” con poder ¿magnético? Magnético, sí, aunque podrá  haber  un  adjetivo  mejor  ajustado,  porque  las  palabras  me atrajeron hasta el punto de con-fundirse conmigo, que no siendo en origen mías,  yo –yo también– las hice mías. Pero la “chispa. La”chispa” decía:

 

“… sólo queda en nosotros aquello que vivimos al borde del abismo…”



Nada que explicar, naturalmente. Sólo escribir. Reescribir ahora lo que escribí ayer. Garabateado y retachado andará por aquí el papel, en mi disoluta mesa. Sí, aquí está. Lo que averiguo, que no es todo, de la escritura del apunte es lo siguiente:

¿Un  abismo?  ¿Un  abismo  lleno  de  luz,  excavado  en el tiempo, quizá
[atravesado por los pájaros?
¿O sólo, únicamente, un abismo impracticable, un abismo
que carece de límites, que, en rigor y por tanto,
no es un abismo,
                           que es,
únicamente, solamente una
eternidad vacía;
que no es, que, en rigor y por tanto, no es, finalmente,
una eternidad, que sólo es
presentimiento de una falsedad,
                                                   de una
falsedad semejante a ésta
                                          que decimos vivir.
                                                                        Vivir
sin sustancia ni tiempo, vivir en apariencia, accidentalmente,
en una mentira incomprensible que, sin embargo,
nos destruye?
…/…

 

He dicho apunte, no poema. Admítaseme como tal, como apunte, como palabras inconclusas y rectificables, cabe que desechables, suspendidas en un vacío, despojadas de sus otras fraternas y necesarias. Probablemente es un mal apunte, pero, ahora mismo, esto me trae sin cuidado. No nombran a Nicanor, pero dicen de Nicanor. De Nicanor en mí, identificado en mí, activo en mí, que, en tanto poeta, no se ha dado su desaparición. “Algo es algo”. Algo es mucho aún, todavía, quiero decir. Nicanor, Nicanor…