No. 66 / Febrero 2014



Voz en espiral
Notas sobre la poesía de Nicanor Vélez

Por Miguel Casado

La voz en espiral
Ángel Campos Pámpano


Cómo

No me resultaba fácil encontrar el enfoque de estas notas. La labor editorial, los ensayos, la poesía, lo singular de una amistad surgida en medio del trabajo y a través, sobre todo, del cable telefónico. Me vino una imagen viva y llena de detalles, en la que me encargaba Nicanor un artículo para un dossier sobre un común amigo fallecido; él veía claro lo que había que hacer –un artículo sobre su poesía, al margen de cualquier circunstancia biográfica o personal– y me di cuenta de que era eso, también aquí.




La dedicatoria inicial a Gruchenka con que Nicanor Vélez encabeza La memoria del tacto, su primer libro, lleva añadido este comentario: “Nuestra concepción del amor no es más que nuestra propia concepción del mundo (o viceversa)”. En este punto central e irradiador se sitúa el tú amoroso que recorre, de principio a fin, los poemas; mientras el yo parece a veces inestable o dividido, aborda su identidad como un conflicto, el siempre permanece.

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Trabajando en su estudio de Colera.
Verano del 2010
También permanecen sus cualidades, su capacidad para crear el lugar de la vida o transformarlo, para convertirse en marco y motor de todo lo que ocurre, lo que se siente o piensa; para cambiar incluso la realidad misma, sus coordenadas esenciales, el tiempo. Si La memoria del tacto se presenta como una colección de apasionados poemas, el último libro de Vélez, La vida que respira, pese a no estar guiado por la misma lógica, arranca de igual principio, la celebración de ese demiúrgico, luminoso y transformador, sentido puro de la vida: “Tus párpados se mueven y la vida respira”, “el existir se hace visible, / por esa luz que en unos ojos toma cuerpo”.

El amor equivale al nacimiento, no solo porque crea la vida, sino porque entrega la identidad; el yo va evolucionando, viviendo, pero su origen es este, su posibilidad. Igual que el le da ser y sentido, también le va mostrando formas de hacerse libre, de abrir el espacio de los sueños, de liberarse del peso del mundo, incluso de alejarse de sí: “Bailas violentamente, / sirena del destierro” –pasión que tiene lo lejano por imán, separa de lo propio, hace música de un destino inesperado.


Espesura

La relación amorosa –y, con ella, el mundo– viene marcada por la intensidad física de las sensaciones que la evocan: “la humedad caliente de tus poros”, o la concreción material de sus gestos: “tiendo mis dedos en tus ojos”. Lo mismo ocurre en las imágenes o metáforas, donde los grandes movimientos del universo funcionan como correlato de la pasión, formas de su tumulto. Las sensaciones se dan con autonomía, sin insertarse en relato, sino en la densidad que ellas mismas tejen: una sucesión de impactos en que cualquier gesto parece extrañarse en lo onírico.

En La vida que respira, en cambio, al compás con que la reflexión va reemplazando a la pasión, el peso de lo sensitivo va cediendo el paso a un deseo de sentencia, de una nitidez en el decir que fije la raíz de conocimiento en el curso de una movilidad conflictiva y sin pausa. Pero esta manera adelgazada respeta la continuidad del mismo mundo, la vocación incesante de descubrir la vida, no darla por sabida; evoca su luz, dibuja la esperanza.


Huellas

Quizá lo más característico no sea tanto la intensidad de las sensaciones, como la forma que tienen de prolongarse en sus huellas, que siguen luego vibrando. La brevedad de los poemas, los espacios en blanco que generan, ofrecerían cuerpo a este sistema vibratorio que Nicanor Vélez llama huellas. La palabra, que aparece en los poemas del primer libro, no deja de encontrarse después: “palpo sigiloso las huellas que dejaron nuestros cuerpos”. Los gestos, el contacto físico del amor, han diseminado su memoria por el mundo, y esa dinámica se mantiene incluso si no se nombra de modo explícito. En el sueño, en la imaginación, en el delirio, las huellas reviven y vuelven a adherirse al cuerpo: realidad segunda que, de tan intensa, trae plenitud a la vida. Cumplen la misión trascendente del amor, entregan su mismo poder de identidad: “la pasión y la ternura, / a pesar del marasmo y la tormenta, / fueron nuestra huella y nuestro nombre”.

Es evidente la impregnación de tiempo que toda huella implica, y Nicanor Vélez va sacando las consecuencias de esta temporalidad: “pasos que marcan con su voz las huellas / que tejen y destejen nuestros nombres, / y van reconstruyendo poco a poco / el más imprevisible laberinto” –podría quizá leerse que no son los pasos los que hacen el laberinto, sino que, a la inversa, surge de sus huellas; de modo que, entonces, lo “imprevisible” es el pasado. Laberíntico, pues, habría de decirse del tiempo.

El título del primer libro remite a “la memoria del tacto”, y parece fijar ahí también el ámbito expandido de la sensación. “Toda huella es pasado y se cristaliza”, pero el eco, los ecos sonoros, son también huellas, por su origen, y, dado que proyectan su sonido, no son solo pasado; caja de resonancia que no solo mira hacia atrás, ni a lo que vibra. “Todo lo posible e imposible / despierta, sin sosiego, / las huellas de los dedos / que han quedado en mi cuerpo” –se lee en La luz que parpadea. La memoria táctil del amor ofrecería una suerte de formas, modelos, núcleos... de conocimiento, que se activan en la experiencia del mundo, en una extraña réplica de las reminiscencias platónicas, pues su mecanismo es semejante. Este platonismo desplazado llega a formularse en el mismo libro de manera más clara, y en relación con la propia identidad: “Eco y sombra / de mi luz profunda. / Poco más pretendo”.


Violencia

En Nicanor Vélez, sin embargo, no hay idealización, espacio de ideas puras: “No es el olvido el que crea este silencio. / La palabra está ahí, / con la violencia del recuerdo” –la memoria, la huella, un vacío habitado por lo vivido. No un asunto de esencias, sino de energía: la generada por el modo vital de moverse, su negativa a domesticarse o suavizarse, es la violencia: “la violencia justa / del que mantiene en fuego / el grito y el latido”. Rabia de la expresión, pasión de vida.


Del fondo

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Manuscrito de Nicanor Velez,
19 de noviembre del 2012
Pues hay alguna clase de absoluto personal en lo más hondo de los recuerdos: “eco y sombra / de mi luz profunda”. Junto a la vehemencia apasionada y las sensaciones, fluye también en Nicanor Vélez una corriente de silencio y misterio, de movimientos invisibles que traspasan las puertas sin tocarlas. La profundidad intuida no está ahí, al alcance, está oculta en esa otra realidad, y la vida, como ocurría en las viejas poéticas simbolistas, consiste también en buscarla: “hay un fragmento / oscuro en mí / que aún no consigo vislumbrar”. El poema va recurriendo a todas las imágenes que puedan sugerir la superposición de estratos y la ocultación, la intuición y aplazamiento de una verdad que implican: “Continuamente giro mis ojos hacia adentro, como si contemplara el mundo sumergido. Siento un olor lejano como si fueran grutas en la humedad del mundo”. O se reencuentran imágenes de Valente en el poema a él dedicado: “el subsuelo de lo pleno”, “pájaro que palpita en sus cenizas / para surgir del fondo de la tierra”.

Aunque el mundo de Nicanor Vélez no es ni el de Platón ni el de Valente. Una y otra vez ocupan el espacio las imágenes ya conocidas desde el primer libro, igual topografía con otra lógica ahora: “Un fuego sumergido. / Grieta que espera su abertura / para que surjan / las llamas de la voz del fuego” –el fuego como estallido de la oculta verdad interior; sopla, sin embargo, con el mismo viento capaz de infiltrarse en todos los intersticios.

Desde esos primeros disturbios del mundo, la espera de algún advenimiento que venga a coincidir con las huellas diseminadas del existir, se mantiene como actitud vital característica. Incluso cuando las metáforas de lo subterráneo dejen su lugar a una mirada más aérea, en La vida que respira; el sol que va a resplandecer detrás de los nubarrones, o el relámpago que hará visible por un momento lo real, no construyen sus expectativas de otro modo. Superposición de estratos, ensoñación de lo oculto como liberador, serán formas tan constitutivas de la mirada que hasta podrán manifestarse con valor social e intencionalidad política: “El poder es visible con esa voz que truena / y el pueblo es invisible en su silencio abierto”.


El extranjero

La espera callada de una revelación coexiste con el curso vehemente de la pasión: “Entre un silencio en espera / y un fuego pululante: / me alimento” –la vida se va haciendo de las dos. El primer aspecto tiene su mejor expresión en una metáfora: “Esta rara fuerza de estar / siempre esperando / como si fuésemos / puertos de un país lejano”. Aunque el poema se titule “El extranjero”, este no sería el protagonista, velada la imagen por la pasividad inmóvil del lejano lugar de arribada. Sin embargo, da fuerza, es una fuerza: filosofía existencial de la tensión, de una vida absorbida por lo que vendrá. Pese a la inmovilidad, la tensa fuerza quizá convierta el estar ahí en rara forma de acción.

En esa clave, se leerían estos otros versos: “El silencio retumba / en la vertiente tensa de mis ojos”. El silencio, sí, podría identificarse con la espera; pero sugiere “vertiente tensa” que habría otro lado, otra vertiente, donde pudiera no darse esa tensión, donde se apagara. El mismo cuerpo parece acoger actitudes existenciales distintas, que funcionarían de manera independiente, cada una con su espacio propio y su conducta: “Y el tiempo me recorre amorfo / como la masa interna de los caracoles”. Tensión de espera, y aun hay –en un mismo poema de La luz que parpadea– una tercera actitud expresada también con una metáfora de animales: “Salta una tropa de canguros por el fuego, / sobre la cima de mis sienes”. Yuxtaposición de formas de vida en un solo cuerpo, debate entre elementos simultáneos, o a veces sucesivos, las actitudes existenciales son episodios en el curso cotidiano.

Por eso habla Vélez de “desdoblamiento”: “La violencia que ejercen ciertos días. Colgado de un cocuyo me sostengo. Sin decir más, manejo mi violenta paciencia”. Es verdad que, en este desdoblamiento, todo se complica, los términos se invierten y cada palabra parece significar su contrario: “este es el camino ascendido: / el precipicio”. Pero el modo en que reapareció la violencia anuncia una posibilidad de síntesis: una reconducción de las energías sensoriales y emocionales para mantener la tensión de la espera, el vivir como proyecto –“violenta paciencia” es fórmula precisa de esta propuesta. Así, el conflicto se abre en el tiempo, sosteniéndose en su misma falta de fin, levantado en vilo por la conciencia del deseo, por la huella del deseo.


Modelo para armar


La sintaxis de Nicanor Vélez tiende también a hacerse laberíntica, ocupado por la huella el núcleo quieto de su movimiento: “Y detrás de este mundo / un espejo se oculta como un sueño, / sobre el que se refleja / interminablemente / la huella de tu sombra que pernocta / entre los intersticios de mis poros / y los vuelve habitables”: huella de sombra en intersticios, sueño, reflejo interminable: intensidad de la sensación, precariedad de lo real. El amor genera un mundo habitable, sí, pero hecho de materia oscura, casi sin lugar. “Te das como materia / y como sueño”, se lee en otro lugar.

El desasimiento de las sensaciones, al que me referí casi al principio, viene marcado como valor positivo, creador; pero su dinámica es reproducirse de este otro modo, como figuras de una mise en abyme: “instante que se cristaliza: / sueño que se desdobla en un espejo, / espejo en que se miran nuestros rostros”. Es significativo que sea este encadenarse ilimitado el que los poemas presentan como origen de la escritura: “Madera que se purifica: / y que al fundirse se hace hoja / que se baña en tinta, / y con la tinta nos inventa”. La escritura sería también labor de síntesis, dibujo de este impulso sin final, quieto e incesante, de la espera en tensión.

Porque se ofrece como creadora de identidad –doble del amor–, pero nunca cesan con ella, en ella, los desdoblamientos y encadenamientos: “Algo se está llamando con tu nombre, / algo se está nombrando cuando sueño”. Madeja, laberinto, cortazariano modelo para armar, en la sucesión espiral de nombre, sueño, mundo.


La palabra

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En la presentación de los Cuadernos de Valéry
Es en este estatuto indeciso de la realidad donde surge la palabra poética, una voluntad de ir nombrando que no crea de la nada, sino que bucea en lo que existe, va conociéndolo poco a poco.

La realidad está primero, previa: “Desconozco los nombres para amarte”. Luego llega el poema, es percepción aguda, afinada, capaz de oír lo que nadie oye; quizá logra así recoger el ser de las cosas, tirar de sus cuerdas.

El origen de la palabra es corporal –“voz que se desprende de la médula”–, la poesía hecha con ella funciona como sistema nervioso de la vida, contenido de su centro. A ella le corresponde el trabajo de la espera: “intenta dialogar / con esa parte de nosotros mismos / irreductible a las palabras”.

La escritura última de Nicanor Vélez fue un empeño de llevar ese diálogo a la comprensión de la muerte, intento de nombrarla. Anunció que el dolor daría la cara en el poema. “La espiral del recuerdo fue construyendo su propio laberinto: grietas abiertas, voces inconclusas...”


Música

“Las modulaciones del dolor / son a la música / lo mismo que el negro a los colores”.