Javier Raya (Ciudad de México, 1985) Soñar alacranes 1. Corona de horror, una mano de espinas engarzada. Los objetos, el propio sonido de mis pasos se han cubierto de veneno; un alacrán es la promesa —¿la sombra?— del alacrán que todavía no vemos: de su presencia siempre doble. 2. Flor armada, vas nadando sobre una pulida corriente de aire —mentira que Dios no dé alas a los alacranes: te he visto salir volando en posición rasante rumbo a la baja frescura de las esquinas donde el polvo de los fantasmas inútilmente se acumula. 3. El movimiento de los alacranes, su rumor evaporado, sospecho, es lo que los vuelve perturbadores; estáticos sería fácil confundirlos con joyas o rocas de enconada belleza (un alacrán es también, claro, la metáfora de un hombre cruel, de una madre pariendo.) Su movimiento, ese baile de espadas en retirada es también la dulce cortesía de las criaturas hechas para matar. Su grácil soberbia ambulante. 4. El miedo a los alacranes se comprende: una terrible fama, un veneno visual precede el asombro de su aparición, contagio de la vista, picadura hechizada. Cauto rigor de pusilánimes mamíferos: valiente evolución de escobas, pinzas, rotundos zapatazos del baile de la cobardía sobre sus frágiles armaduras, fraguadas en espanto y la flexible tela de las pesadillas. 5. Emperador derrotado, nunca languidez dijo mejor la leve ira que desprende desde el vaso de alcohol tu cuerpo exánime. ¿Pero cómo mato al otro, al doble, a ese alacrán secreto que siempre va más rápido que mis ojos lentos, guarecido entre los libros y las lámparas, habitante de las grietas y la frescura, máquina de guerra, asolador de los grillos, el que en sueños cuenta las sílabas de un poema negro al compás de su andadura veloz, caballero andante de las breves visiones, cómo atreverme a pronunciar la palabra aguijón sin atajar un grito en la garganta?
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