La cámara verde
Por Cristina Rivera Garza
 

La relación entre las máquinas y la escritura no es cosa menor. Y eso le importa a junio. Después de todo, puesto que la escritura es un acto físico —tanto un proceso individual como una práctica social— se escribe siempre con algo. De la tecnología básica del lápiz o la pluma hasta la relación contemporánea con el ordenador y sus plataformas 2.0, pasando por la máquina de escribir mecánica y eléctrica, la escritura es una cosa mediada de inicio. Acaso porque es la nuestra, la que nos tocó vivir, pareciera ser que la revolución digital se hace preguntas que a primera vista resultarían alarmantes: ¿Pero dónde ahí el lenguaje? ¿En qué lugar la subjetividad? ¿Cómo la creación verdadera y critica? Cualquier lector más o menos sereno tendría que reconocer a éstas como las preguntas que han preocupado una y otra vez a la poesía. Las que una y otra vez la han mantenido en alerta.

No. 40 / Junio 2011

 

La cámara verde
Por Cristina Rivera Garza
 

La relación entre las máquinas y la escritura no es cosa menor. Y eso le importa a junio. Después de todo, puesto que la escritura es un acto físico —tanto un proceso individual como una práctica social— se escribe siempre con algo. De la tecnología básica del lápiz o la pluma hasta la relación contemporánea con el ordenador y sus plataformas 2.0, pasando por la máquina de escribir mecánica y eléctrica, la escritura es una cosa mediada de inicio. Acaso porque es la nuestra, la que nos tocó vivir, pareciera ser que la revolución digital se hace preguntas que a primera vista resultarían alarmantes: ¿Pero dónde ahí el lenguaje? ¿En qué lugar la subjetividad? ¿Cómo la creación verdadera y critica? Cualquier lector más o menos sereno tendría que reconocer a éstas como las preguntas que han preocupado una y otra vez a la poesía. Las que una y otra vez la han mantenido en alerta.

Siempre creí, como tantos otros, que la letra manuscrita aseguraba una relación más estrecha entre el cuerpo y la escritura, configurando así, esto también lo suponía, una intensidad subjetiva de suyo especial. El artículo Digital Gestures de Carrie Noland (en New Media Poetics: Contexts, Technotexts, and Theories, ed. A. Morris y  T. Swiss) me ha hecho dudar de tal aserción. En una prosa clara y con ejemplos tomados de la poesía digital producida hoy en día en los Estados Unidos, Noland asegura que los movimientos requeridos para generar las letras que aparecen y desaparecen en las pantallas acercan, y no alejan, al cuerpo de la escritura. Para empezar, Noland nota que la escritura, todo régimen de escritura, es artificial. Uno no nace sabiendo escribir a mano sino que, como lo demuestra la experiencia de tantos, uno aprende a hacerlo a través de sistemas formales de entrenamiento. La escritura a mano es, así, luego entonces, una forma de la gimnasia más bien impersonal. Toda escritura es una forma de energía corporal disciplinada. Mientras que la máquina de escribir y la escritura a través del teclado parecen en efecto confirmar la separación del cuerpo y de la letra, la poesía digital —este es el argumento de Noland— trae a colación la energía kinética original que dio lugar a la letra manuscrita. Escribir en la computadora, al menos en lo que concierne a la poesía digital, restablece nuestra conexión con formas anteriores de escritura. Y cualquiera que haya sufrido de tendonitis o del síndrome de carpo sabe que, para escribir con (y no sólo sobre) la computadora, es necesario también aprender una serie de finos movimientos que aseguren la velocidad y la claridad del trazo en la pantalla.

Esta meditación sería sólo una discusión académica si la autora no la relacionara, como lo hace, con la producción de formas de lectura que escapan del régimen del entrenamiento formal y acceden a las formas "explosivas y formas no regimentadas de la proto-escritura que incluyen letras y palabras que danzan errática y rítmicamente en la pantalla". Esta escritura digital que junta al cuerpo y el trazo también pone de manifiesto que la escritura es siempre una actividad performática, relacionada a la literatura, ciertamente, pero también, acaso de manera ineludible, a la danza. Y con el twitter, añadiría ahora mismo.

La respuesta de Eugenio Tisselli, poeta y programador mexicano interesado desde hace tiempo ya en las posibilidades plásticas y preformativas del texto, parece darle también la razón a las máquinas. En su Poesía Maquinal, un manifiesto que publicó en 2006, Tisselli de hecho pide, como parecen hacerlo también algunos de entre los más radicales conceptualistas norteamericanos de nuestros días, dejar a la poesía en manos de las máquinas para que los escritores se dediquen, si es que pueden, a vivir. Lejos de la noción romántica que atribuye una voz única, cuando no, y por lo mismo, imperial, al bardo en turno, Tisselli sostiene que la poesía maquinal “ya no representa, no expresa, no refleja, no plasma experiencias, no busca enaltecer ni envilecer, no es un vehículo de nada ni de nadie”. La provocación, que es la sagrada misión de todo manifiesto que se respete, viene a La Cámara Verde para preguntarnos aquí, frente a nuestro ordenador, y entre otras tantas cosas ¿pero que no es cierto que la subjetividad de la máquina es originalmente humana? Tisselli es autor de Cuna bajo tierra/Rompedemonio (2004) y, más recientemente, El drama del lavaplatos (2010).

A Well Then There Now (New Directions, 2011), el nuevo libro de la poeta norteamericana Juliana Sphar, parece interesarle el plantearse y el que nos sigamos planteando ese tipo de interrogantes. En la sección intitulada Sonetos, Spahr asume una crítica a la idea de la confesión individual no mediada que pretende dar cuenta de la “experiencia” o de la “realidad”, descentrándola, es decir, haciéndola pasar por las mediaciones —tanto maquinales como ecológicas como políticas— del cuerpo y la subjetividad. Se trata, como lo enumera uno de sus versos, de un catálogo del yo, pero siempre en relación a un nosotros que es contextual e histórico y cuya relación es, de por sí, tensa. Se trata de un catálogo del yo, por así decirlo, extreme: uno que incluye a la sangre, hasta en sus componentes más pequeños y en sus nombres más científicos. Crítica, incisiva, tan profundamente personal como alertamente social, la poesía de Spahr toca el umbral de lo documental pero siempre encuentra las maneras de moverse hacia otros lados. La tierra por ejemplo; la superficie terrestre. La manera en que la ocupamos tanto corporal como nominativamente. Lo que presento ahora en la Cámara Siempre Verde es una traducción al español de esta publicación reciente.

Pero tal vez nadie sepa más de la relación entre la máquina y la escritura en nuestros tiempos que esos jóvenes escritores que, día a día y en un rectángulo que sólo acepta 140 caracteres, se dan a la tarea de producir un lenguaje de hoy. Es junio y, por ello, porque se acaba la primavera y se anuncia ya la llegada del día más largo del año, justo ese día con el que dará inicio luego esa caída tan larga mórbida densa que es el verano, y por ello, o tal vez, a decir verdad, por tantas otras cosas, La Cámara Verde ofrece una muestra de lo que es posible constatar en un buen TL: que ahí van a parar las voces “líricas” de aquellos a quienes no se les ha dado la oportunidad de olvidar que no son voces sus voces, sino escrituras y, a eso, escrituras mediadas también por una máquina. Van aquí, pues, las palabras de @hierbadenoche , una mujer que fuera de la pantalla del ordenador responde al nombre de Estafanía G, y vive en España; y en conjunto y en yuxtaposición van también los tuits de @ciervovulnerado, una mujer que fuera de la pantalla responde al nombre de Mireia Anieva, quien estudia antropología y reside en Xalapa, Veracruz.

[mientras escuchaba Broadcast, Tender Buttons, The Black Cat]

San Diego/Tijuana

Junio 5, 2011 (a dos años de la tragedia de la guardería ABC en Hermosillo, Sonora, donde perecieron 49 niños)

 

 

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