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El maestro de Kung Fu
Un cuerpo viejo pero trabajado para la pelea madruga y danza frente al mar de barranco. Se mueve como dibujando una rúbrica antigua, con esa gracia, y sin embargo, está hiriendo, buscando el punto de muerte de su enemigo, el aire no, un invisible de mil años. Su enemigo ataca con movimientos de animales agresivos y el maestro los replica en su carne: tigre, águila o serpiente van sucediéndose en la infinita coreografía de evitamientos y desplantes. Ninguno vence nunca, ni él ni él, y mañana volverán a enfrentarse. —Usted ha supuesto que yo creo a mi adversario cuando danzo— me dice el maestro. y niega, muy chino, y sólo dice: él me hace danzar a mí. La serpiente Aquí fue donde la serpiente deshizo su rosca y se deslizó velocísima bajo el cerco de laureles. Con el alma aún suspendida, dudé: ¿había visto una serpiente o me había asaltado una vibración, un vértigo antiguo que dormía sobre la hierba y se había despertado a mi paso? Aquí fue, junto a esta bocatoma, donde vislumbré hace tantos años la posibilidad de un mundo de movimientos remanentes que quedan a flor de tierra: el aleteo inútil de la torcaza quemada por el fuego de la zafra, el correr errático de lagartijas y ratas perseguida por el mismo fuego unánime, la cojera del zorro herido por una escopeta de sal, la fuga de aquella serpiente. Aquí fue, y aún despiertan como espectros entre mis pies. Riendo y nublado La meningitis mató en su cama al hijo del carnicero. Tanta sangre hubo en esa casa que una muerte limpia sólo fue aceptada ante un espejo brillante, sin la opacidad de un resuello. Desde entonces, los muchachos empezamos a asomarnos con incredulidad a los espejos. Nada pagaba la luz que veíamos bailando en nuestros ojos y la satisfacción de la veladura en el cristal tras echarle nuestro aliento, el mejor gesto de los vivos. Mirándome en los espejos y soplándoles tontamente mi hálito he persistido hasta hoy. Sí, ese señor entrecano en el marco dorado soy yo. Grito: ¡Soy yo! ¡Soy yo! Y me da un enorme place verlo, riendo y nublado. Soy yo y si no lo fuera también diría que soy yo porque quiero ser (y seguir siendo) en cualquier rostro vivo con tal de no ser, como el hijo del carnicero, el muerto. |
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